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Los enemigos de la libertad de expresión

Quien decide trabajar en actividades públicas, como los artistas y especialmente las autoridades, ha de saber que está más expuesto que los ciudadanos comunes a la crítica colectiva.


Hace algunos días, la comisión de régimen interno de la Cámara de Diputados adoptó un acuerdo por el cual se restringe el acceso de los periodistas a las dependencias del Congreso Nacional. Según ha trascendido (aún no hay un documento oficial emanado desde la Cámara), los profesionales que deseen cubrir el trabajo de los honorables parlamentarios deberán acreditarse acompañando carta de su editor, señalando el tema del reportaje sobre el que trabajan, y sólo podrán acceder a la cafetería si algún diputado lo ha «invitado».



Resulta curioso que los parlamentarios que hace un año celebraban la promulgación de la llamada Ley de Prensa sean quienes atentan en contra de su espíritu y letra. Esta nueva legislación estableció, después de un largo debate en el Congreso, que la libertad de emitir opinión e informar es un derecho fundamental de todas las personas, recogiendo la tendencia universal que se ha venido desarrollando desde hace mucho tiempo en materia de libertad de expresión.



¿Qué significa que las personas tengamos derecho a la libertad de expresión? Tal como lo ha señalado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y para no ir tan lejos, nuestro propio Tribunal Constitucional, el derecho a la libertad de expresión implica la facultad que tenemos todas las personas no solo para decir lo que deseemos sin que nadie pueda valorar o censurar nuestras manifestaciones (incluso cuando parezcan ofensivas o desagradables de escuchar), sino también el derecho a recibir la información que alguien expresa.



Así, se dice que la violación a este derecho humano fundamental se produce tanto porb alguien se le prohibe a priori expresar alguna opinión como cuando se restringe la posibilidad de acceder a esa información. En una palabra, la libertad de expresión contiene una doble dimensión: como derecho individual (para decir lo que se quiera decir) y como derecho colectivo (perteneciente al resto de la sociedad, que se verá fortalecida por el libre tráfico de las ideas).



Con su actuación, además de aumentar en algunos puntos los índices de desaprobación ciudadana a su trabajo, los parlamentarios vulneran grotescamente las mismas normas que ellos han dictado: la Ley de Prensa reconoce el derecho de todas las personas a estar informadas. Y la labor de los periodistas es esencial para el buen funcionamiento de estas instituciones. El acuerdo de la Comisión de Régimen Interno no hace más que cubrir con otro manto de opacidad la ya desprestigiada actividad de los congresistas.



Quien decide trabajar en actividades públicas, como los artistas y especialmente las autoridades, ha de saber que está más expuesto que los ciudadanos comunes a la crítica colectiva. Esa es la razón por la que hace un año se derogó la norma de desacato que contemplaba la Ley de Seguridad del Estado, que establecía privilegios especiales para algunas autoridades.



La doctrina de la libertad de expresión apunta justamente en sentido opuesto: son las autoridades las que pierden grados de protección, y la razón de ello no es otra que hacer efectivo el principio republicano que nuestra Constitución proclama, según el cual nuestras autoridades, manejando los asuntos públicos, deben hacerlo en un cristal por el que todos podamos observar qué se hace y qué no se hace.



Eso es vivir en un genuino Estado de Derecho: las autoridades son responsables ante la ciudadanía porque el poder que detentan no lo obtienen por gracia divina, sino que es una delegación que los ciudadanos hacemos en ellos.



Bueno sería, entonces, que los diputados que suscribieron este acuerdo de clara inconstitucionalidad recordaran que tal como lo establece la propia Ley Orgánica del Congreso Nacional -es de suponer que ellos la conocen ¿no?-, «los diputados y senadores ejercerán sus funciones con pleno respeto de los principios de probidad y transparencia», el cual consiste «en permitir y promover el conocimiento de los procedimientos, contenidos y fundamentos de las decisiones que adopten».



Restringir, como se ha hecho, el acceso de quienes tienen el derecho y deber de informar a la ciudadanía de lo que nuestros representantes hacen (y por cierto, dejan de hacer) va en contra de los principios más elementales de nuestro régimen republicano. Es de esperar que tal como ocurrió con el Ejecutivo hace algún tiempo, la medida sea reconsiderada y los diputados, con más reflexión, se dediquen a las labores por las que están en el edificio del Congreso: legislar en favor (y no en contra) de las libertades públicas de las personas.



* Abogado del Programa de Acciones de Interés Público y Derechos Humanos, académico de Derecho Constitucional, Universidad Diego Portales.



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