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La desaparición de las referencias

Mientras a lo largo de la mañana del sábado, con inusual nostalgia y pena, veía la tarea de aniquilación del gigante de la esquina, me di cuenta que estoy viejo. No encuentro otra explicación a la aflicción que me embargó.


El viernes por la noche me asomé a la ventana de la casa para cumplir con una de las rutinas de estos últimos tiempos: mirar el añoso e imponente ciprés de la esquina y espiar si, como a menudo, estaba el halcón en una de sus ramas altas, imagino que al acecho, incluso en los días de lluvias, oteando el barrio que, por la cantidad de palomas, debe ser un buen coto de caza.



El árbol seguía allí, pero mutilado. Todas las ramas habían sido cortadas con motosierra y sólo quedaba su recto tronco, de más de 30 metros, con unos cuantos y breves muñones y obviamente sin halcón.



Eché pestes contra los rusos, porque el árbol está en el patio de una iglesia rusa ortodoxa, religión que a partir de ese instante entró a la categoría de sospechosa.



La mañana del sábado fue el capítulo final. Temprano, vi a un sujeto con cuerdas encaramado en el ciprés. Lo fue cortando de arriba abajo por tramos, con motosierra y muy profesionalmente.



Con ayuda de otros hombres, que desde el suelo tensaban las cuerdas de los trozos amarrados antes de ser aserrados, descolgaron los troncos para que no les cayeran sobre sus cabezas. Eran, sin duda, expertos en el asunto.



Supongo que si voy y pregunto a los dueños del terreno, me dirán cualquier cosa para justificarse, algo así como que el árbol estaba enfermo y amenazaba con desplomarse sobre su tejado.



Lo cierto es que cada vez que se desplomaba un trozo tras el corte de la motosierra, que golpeaba contra el tronco del ciprés antes de ser sujetado por las cuerdas, éste se remecía pero aguantaba, y parecía firme a más no poder.



Eché de menos el rifle a postones de mi infancia para hacer puntería con el tipo de la motosierra o, en su defecto, con la original cruz ortodoxa del templo para derribarla. Me dije que así también a ellos les borraría una de las referencias del barrio -tal vez una de las que más estiman-, una seña de hermosura en el paraje de edificios, postes, cables y cemento.



La idea era sobre todo absurda: no tengo rifles ni postones, y la cruz me da un poco lo mismo.



Mientras a lo largo de la mañana del sábado, con inusual nostalgia y pena, veía la tarea de aniquilación del gigante de la esquina, me di cuenta que estoy viejo. No encuentro otra explicación a la aflicción que me embargó. Recordé las mañanas en que, poco antes de las 8, caminando, me detenía a observar al halcón sobre su árbol.



Un par de veces -deduzco que por las plumas que volaban- lo sorprendí comiéndose una presa: paloma, torcaza o simple gorrión.



Pero más que el halcón, habitante de paso, ya echo de menos el árbol. Será porque sin darme cuenta se había convertido en referencia de la calle, del barrio y la casa. Estaba allí y sin hacer aspavientos se convertía en parte relevante del paisaje.



Aunque fuese con el rabillo del ojo, a cuadras de distancia,
marcaba el territorio y orientaba la dirección del hogar. Cuántas veces soñé con caminar bajo un bosque de cipreses de esa envergadura, y terminaba consolándome y agradecido de tener un vecino de esa talla.



Era un árbol, repitámoslo, irremplazable: cincuenta años a lo menos tenía, y por el paraje no se ve ninguno que, en un plazo atendible, llegue a ocupar su sitial. Ni siquiera uno que crecía junto a él, mucho más pequeño. Los mismos que derribaron al gigante mocharon al joven, como para dejarle en claro que levantar la cabeza en solitario, y desafiante, no está permitido.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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