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El Premio Nacional de Literatura

Pero antes de entrometerme donde nadie me ha invitado, quiero comentar ciertos curiosos fenómenos que ocurren cada dos años, cuando se abre la disputa por integrar la lista de los elegidos.


Tengo la impresión que los escritores, los críticos y hasta el lector interesado tienen la tendencia a considerar que las opiniones sobre el Premio Nacional de Literatura constituyen un territorio vedado para quienes carecen de los laureles del creador o de la acreditación académica. Es decir, para quienes son simples amantes de la literatura. No entiendo por qué esas reticencias a la opinión de los indoctos, cuando la mayor parte de los miembros del jurado participan de la misma condición.



Como soy tentado, cometeré la osadía de decir quién debe merecer ahora este disputado laurel, y aún más, señalaré quiénes creo que también lo merecen, todo eso sin más mérito que mi pasión por la literatura.



Por mucho que todos estemos de acuerdo en que en el Parnaso oficial figuran algunos escritores a quienes nadie recordaba en el momento en que fueron premiados, también sabemos que esa lista de gloriosos sobrevivirá para siempre, reproducida por los textos escolares y los comentarios de historia literaria. Incluso quienes figuran en ella por el capricho del poder de turno no podrán jamás ser excluidos de ese lugar de honor y de esa jerarquía de distinción que se trasmitirá de generación en generación escolar, a menos que los programas de estudios eliminen la mención a la literatura, lo que no es impensable. El Premio asegura así una cierta forma de perdurabilidad.



Con el paso de los años lo más probable es que los enormes méritos de Maria Luisa Bombal sean olvidados, pero cualquiera que abra una historia literaria se encontrará con el nombre de algún escribiente intruso puesto por la estética castrense en ese lugar de distinción.



Pero antes de entrometerme donde nadie me ha invitado, quiero comentar ciertos curiosos fenómenos que ocurren cada dos años, cuando se abre la disputa por integrar la lista de los elegidos.



Me llama la atención el tono agrio de las opiniones que se vierten, especialmente las que emiten las bocas literarias. Cada vez que se acerca la decisión del jurado, los periodistas asedian a los escritores para que opinen y éstos se dedican a realizar un ejercicio de antropofagia a costa de sus colegas. Parece que el carácter glorificador que tiene la nominación hace aparecer el inconsciente de algunos de nuestros creadores.



Daré algunos ejemplos, para que no se crea que mis apreciaciones son demasiado abstractas. Consultado un crítico si el literato fulano merecía el premio, lo calificó perentoriamente como el «peor escritor del mundo». ¿Quiso hacer una broma? Lo lamentable es que hablaba en serio. A la vez, un poeta que admiro, figura generalmente gentil y además ya instalado en la lista de la gloria, afirmó en una revista que un determinado escritor no merecía el premio porque parecía un chiste de don Otto, y que otro debía ser descartado porque carecía de sentido del humor, lo que obligaba a explicarle los chistes de don Otto.



Pienso que este tono del debate es producto de la «partidización» de las discusiones y disputas que se gestan en torno a un premio de este tipo, y diría más, de todo galardón que conlleve la instalación del premiado en una especie de Altar de las Letras. No hablo, por supuesto, solo de tomas de posición políticas. Estas existen y en ocasiones adoptan un carácter muy intenso. También existen las tomas de partido de carácter estético o generacional, u otras basadas en redes de sociabilidad y amistad.



Como sociólogo debo decir que esto es absolutamente normal, pues el premio, pese a que en muchas oportunidades el ganador es impugnado, tiene una especie de carácter absoluto que entroniza al vencedor en el lugar de la máxima distinción y le asegura esa perdurabilidad histórica de que he hablado, la de los manuales escolares y las historias literarias.



Pasa lo mismo en otros países en las disputas por conquistar la gloria de un sillón en las grandes Academias. La lucha por labrarse una reputación académica o por conquistar la consagración artística está plagada de pasiones, de intereses de «partidos» y de inevitables pequeñeces.



El ganador de la versión anterior del premio fue, a mi entender, una víctima injusta de la creencia que en estas decisiones los jueces son ángeles venidos de los cielos. Comparto las críticas sobre la oportunidad del acceso del poeta a la gloria que otorga este tipo de premios, inventados para valorar una trayectoria. Pero por desgracia eso se confundió con el juicio a su poesía. Quienes acusaron la decisión como política politizaron ellos mismos la discusión sobre los méritos del laureado. Quisieron oscurecer su aporte lírico por el presunto oportunismo de un poema.



En esta ocasión, en la que el debate preelectoral ha sido más intenso que en otras ocasiones, la discusión ha sido pobre. La mayor parte de los escritores interrogados, con pocas excepciones, se ha dedicado a destruir con juicios sumarios dignos de un consejo de guerra la obra de los candidatos cuyos nombres circulan.



Una cosa es reconocer que todo juicio respecto a un bien tan escaso como el premio despierta pasiones, y otra es convertir los debates literarios en peleas de gallos.



Para esta ocasión, y debido a que según las reglas del premio corresponde honrar a un prosista, este cronista intruso se inclina por Volodia Teitelboim.



No lo elijo por cercanías políticas. Si esos fueran mis motivos debería odiar a Céline, en vez de amar su Viaje al fin de la noche. O debería pensar que Skármeta no tiene ningún merecimiento literario, cuando ha escrito algunos de los mejores cuentos de la literatura chilena. También debería participar del coro de estigmatizadores de Enrique Lafourcade, un escritor que debe ser juzgado por La fiesta del rey Acab, por Pena de muerte, por Para subir al cielo, por Frecuencia modulada o por A puño cerrado, y no por sus crónicas dominicales, sus malos humores o sus juicios sumarios sobre sus colegas. Creo que en el futuro hay que hacerle justicia a Lafourcade como escritor, porque el premio no es un galardón a la simpatía personal.



Me inclino por Volodia Teitelboim porque, como señaló con razón Gonzalo Rojas, su prosa ha buscado múltiples derroteros, es un río de muchos brazos que ha abarcado el ensayo histórico, la novela, el ensayo literario y la biografía de escritores (la de Huidobro y la de Borges, especialmente) y también uno de los desafíos más difíciles de la escritura, el libro de memorias.



Resulta insólito que Roberto Bolaño, escritor que admiro, hable de creador múltiple como el escritor de un texto único y juvenil, la antología que perpetró con Eduardo Anguita.



Y en el próximo premio, abocado a galardonar poetas, habrá la oportunidad de coronar a Armando Uribe, escritor también múltiple pero sobre todo un poeta cuya lectura conduce a las profundidades del dolor, del amor y de la ira.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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