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Ciudad de México: El lugar sin límites


Recientes estadísticas dicen que hay cerca de 18,5 millones de personas en Ciudad de México y que para el 2015 subirán a los 22 millones. Es la segunda ciudad del planeta más poblada después de Tokio. No hay manera de definirla ni menos de abarcarla con nada, porque ciertamente es un laberinto sin fin. Allí todo es posible. Incluso la imaginación más poderosa queda corta para abarcar los incontables mundos entremezclados que contiene aquella Gomorra y Sodoma del Tercer Mundo.



Incluso a la llegada de Hernán Cortés, el 8 de noviembre de 1519, a Tenochtitlán -hoy Ciudad de México- era considerada una compleja y maravillosa ciudad. En la primera impresión los españoles la compararon a Venecia. Poseía jardines flotantes que producían varias cosechas de maíz, frijoles, tomates y ají al año. Estaba construida en medio de un lago de agua dulce y otro de agua salada. Se conectaba a la tierra firme por tres puentes o calzadas.



Uno de los principales cronistas españoles Bernal Díaz del Castillo, describió cómo vieron Tenochtitlán por primera vez: «Ciudad en la que nos quedamos admirados pues parecía a las cosas de encantamiento que cuenta el libro de Amadis por las grandes torres y edificios que tenían dentro del agua».



Sin embargo aquel asombro por parte de los españoles se fue esfumando en los días siguientes. En reciente libro (2001) del historiador mexicano, Juan Miralles -«Hernán Cortes: el inventor de México»- estudia con más detención lo que muchas veces la historia, dice él, desea pasar de largo respecto a las culturas indígenas de México a la llegada de los españoles.



Por eso hay una tradición que sigue manteniendo una idealización del mundo prehispánico en las Américas. En el caso del área de México lo que asqueó a los españoles (aparte de la religión) fue «la práctica de la antropofagia, los brutales sacrificios humanos y la sodomía».



Entre los Totonacas por ejemplo (que Rivera representó como un pueblo utópico en los murales del Palacio Nacional, al lado del Zócalo) se practicaba sin problemas el travestismo. Numerosos jovencitos vestidos de mujer se ganaban la vida ejerciendo ese oficio.



Cortés no sólo vio con repugnancia la homosexualidad (condenada por la España de la época y penada con la hoguera en toda Europa del siglo XVI), también se horrorizó con los sacrificios humanos, pero aún más «con el canibalismo gastronómico que practicaban los aztecas». La famosa sopa mexicana actual -el pozole-, dice Miralles, citando al misionero Bernardino de Sahagún quien recopiló de los mismo indígenas aquella información, pudo tener de antecesora -el tlacatlaolli-, o sea la sopa que hacían los aztecas con carne de los sacrificados.



Algo parecido es lo que ocurre ahora cuando alguna gente visita Ciudad de México. Primero es el asombro de la primera vez. Luego en otros viajes comenzarán a aparecer los ocultos laberintos y los distintos niveles de su «oscuridad».



Quizás las mejores definiciones de aquel lugar sin límites vienen de la propia gente en frases instantáneas, sin mucha elaboración académica que, sin embargo, nos dan imágenes precisas de ella: «Esta ciudad ya tocó su techo histórico»; «Aquí ni siquiera dan ganas de rezar»; «Ni el señor distingue entre tanta gente»; «Soñé que iba solo en un vagón del Metro, ni me vendían nada, ni contaban estupideces. Desperté angustiadísimo de la pesadilla»; «La ciudad crece en dirección opuesta a la autoestima de sus habitantes»; «Dos horas en ir del trabajo a mi casa y no fue el peor embotellamiento que me ha tocado. Con razón ya perdimos el hábito de la prisa»; «Hay tanta gente aquí que ya se acabaron los rostros familiares».



Cinco veces he pasado por Ciudad de México. La primera vez fue como el asombrado (ingenuo) turista-académico-escritor que quiere absorber en el primer día todo el pasado prehispánico visitando ruinas (la fabulosa Teotihuacan es asistencia obligada).



El segundo día recorrer incrédulo las ruinas del Templo Mayor en el mismo Zócalo, el «Ground Cero» del imperio azteca y de la gran Tenochtitlán. El tercero, contemplar (si es posible) todos los murales de Diego Rivera que están en el Palacio Nacional y creer que así vivían los indígenas de México. Luego, en la tarde, partir corriendo a tomar el metro entre millones de personas (se dice que 4 millones usan cada día el metro que cubre cerca de 100 kilómetros de líneas).



El destino entonces es Coyoacán, a «La casa azul», donde vivieron Diego Rivera con Frida Kahlo. Y cerquita de allí caminar a la casa-museo de León Trosky. Mirar fotos desconocidas del líder soviético y, por último, recorrer la reconstrucción de su asesinato ordenado por Stalin (aún se dice que el propio muralista Siqueiros habría estado involucrado en el crimen). Claro que hay que dejar para otro día el impresionante Museo de Antropología y de paso recorrer el Parque de Chapultepec, lugar de donde los aztecas se surtían de agua fresca a través de un acueducto conectado con la gran Tecnochtitlán.



Sobre miradas actuales del Distrito Federal recientemente está la aclamada película «Amores perros». O la reciente novela del argentino Rodrigo Fresán que le encomendó la editorial Mondadori para que se fuera a Ciudad de México por unos meses y escribiera sobre ese laberinto. Escribió «Mantra» de 500 páginas. La novela refleja tres visiones de México a partir de la voz de tres narradores. «El primer narrador no es tal, sino que es un tumor cerebral que se va metiendo en el cerebro del protagonista. El segundo es un muerto y el tercero es un engendro mitad momia mitad robot», explicó Fresán.



Semejante a ese escritor, las últimas veces que he visitado Ciudad de México, generalmente los últimos cuatro días antes de regresar a Estados Unidos, y haber pasado por otras regiones del país (alguna playa por supuesto o de Yucatán o por el lado del ardiente Pacifico), me he dedicado únicamente a mirar fragmentos. Mirar lo que pudiera de aquella Babilonia. Como a través de un pequeño agujero desde donde sólo se pueden ver los minúsculos pedazos de aquel laberinto. Semejante a una escena de peep show.



Caminado mi última noche por el Zócalo (la gran plaza) me llamó la atención los cientos de vendedores ambulantes (generalmente indígenas) que tenían una ampolleta encendida al lado de sus ofertas (desde tamales, tacos de pollo o carne con mucho ají, choclos asados hasta juguetitos artesanales, joyas de caracoles, huipiles o CD piratas).



Detrás de la ampolleta iba un largo cordón que a alguna parte tenía que estar conectado para obtener luz (sin pagar se entiende). Curiosamente el Zócalo no tiene postes de alumbrado público. Seguí el cordón para ver de donde venía la luz y pronto ese cordón se unió a otros cientos más de todos los colores imaginables. Al final de cada cordón salía un alambrito para colgarse a unos cables de alta tensión en una baldosa abierta en un extremo del Zócalo.



De allí realmente venía la luz que usaban todos los miles de vendedores ambulantes. Vi a un niño indio que parecía tomando agua en aquel hoyo negro lleno de cables intentando conectar su cable pelado. Al lado de él otra niñita india de un año gateaba alrededor de ese pozo de alambres y chispas. Sus padres vendían artesanías indígenas al lado de esos cientos de cables y la miraban despreocupados. Imaginé a la niña metiendo la mano y morir electrocutada allí mismo, justo donde los aztecas sacrificaban a tanta gente arrancándoles el corazón con un cuchillo de obsidiana (es que históricamente por ese mismísimo lugar pasaban las víctimas hacia el Templo Mayor cuyas ruinas ahora se encuentran a unos metros de allí). La conexión me parecía impresionante. Este año, de mi quinto viaje a Ciudad de México, fue aquella escena fragmentaria la que todavía no puedo olvidar.



Quizás sea ésa la única forma de acercarse -en este Tercer Milenio- a nuestras ciudades. Tal vez sólo por trozos podamos saber algo de Ciudad de México como quizás también de Santiago de Chile, Bogotá, Lima y tantas otras ciudades de las Américas. No hay otra manera. Tampoco hay artista en este momento (menos un escritor) que pueda incorporar todos los laberintos entrecruzados de ninguna ciudad en ninguna novela, poema, película, cuadro, ni menos en un disco compacto. Mucho ha cambiado Ciudad de México desde Hernán Cortes cuando pudo visualizarla totalmente desde una montaña. Hoy las ciudades de nuestro Tercer Mundo ni siquiera desde un avión o nave espacial podremos abarcarlas. Sólo nos queda imaginarlas a través de puros fragmentos inconexos.



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*Javier Campos es escritor y académico chileno residente en Estados Unidos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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