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SIES: dos lecciones para el futuro

Queda claro que nuestro sistema de educación superior necesita con urgencia una nueva forma de conducción y coordinación. El Consejo de Rectores, que agrupa a las 25 universidades que reciben dinero fiscal, mostró no ser un organismo eficaz y representativo.


Tal vez lo más interesante que deja tras de sí la polémica en torno al SIES son dos cosas. Primero, necesitamos atender más a las desigualdades económico-sociales para enfrentar las diferencias del rendimiento escolar. Segundo, se requiere urgentemente un cambio en cómo se organiza la coordinación de las universidades dentro del sistema de educación superior.



Son dos conclusiones de orden distinto, pero ambas importantes para el futuro.



Hasta aquí la sociedad chilena ha tendido a cerrar los ojos frente a su mal mayor, el desigual trato educacional que ofrece a sus hijos. Mientras un delgado porcentaje de ellos, nacido en los hogares de más altos ingresos, hace un recorrido escolar que refuerza el capital cultural heredado en la cuna, la gran masa de niños y niñas llega al primer grado de la enseñanza primaria con déficit de socialización, y a partir de ahí debe tolerar una educación de pobre calidad. Así se refuerza el círculo vicioso de la falta de oportunidades.



La literatura sociológica viene insistiendo en este punto desde los años ’50. Hay cientos, si no miles, de artículos y libros publicados sobre este tópico en países tan distintos como los Estados Unidos y Argentina, Francia y Filipinas, Nigeria y Hungría, Malasia y Chile.



Sólo una minoría recalcitrante ha insistido, a lo largo de todo este tiempo, en que las diferencias entre alumnos se deben principal o mayormente a factores genéticos.



A su lado, una corriente intelectual más moderada, pero igualmente equivocada, sugiere que en realidad tales diferencias se deben primero que todo a la organización de las escuelas, a su gestión, al grado de autonomía de que gozan sus directores y a la solidez de los textos escolares, entre otros factores.



La verdad es que tales elementos, sin duda activos en los márgenes, son sólo una débil energía en comparación con la fuerza casi incontrarrestables que tienen los factores de herencia familiar —la socialización del lenguaje y la cultura— en el temprano desarrollo de las habilidades cognitivas y no cognitivas, en el armado de la personalidad, en la formación de la estructura emocional, en la habilitación de las capacidades de actuar en el medio social, en la autoestima de los niños, en la creación de un habitus, en fin, que encierra las claves para el futuro tanto en la escuela como en el mercado laboral.



De manera muy interesante esta perspectiva, que al comienzo solo fue favorecida por la sociología, se ha abierto paso y difundido en las otras disciplinas sociales: la psicología, las ciencias cognitivas, la antropología, y últimamente también en la economía.



De hecho, uno de los más interesantes y recientes aportes en este sentido, desde el lado del análisis económico, puede encontrarse en el laberíntico sitio del Departamento de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas y Administrativas de la Universidad de Chile. Se trata de un extenso artículo (pdf) de los profesores Pedro Carneiro, James J. Heckman y Dayanand Manolo (el segundo Premio Nobel de Economía), titulado Human Capital Policy, el cual he citado en otro momento de esta polémica.



Concluyen allí sus autores que no hay ningún otro factor que sea más determinante del logro escolar que la familia, esto es, las características educacionales de los padres, el nivel de ingreso del hogar y las formas de socialización a que dan lugar.



Por una vez, entonces, la economía se pone de acuerdo con la sociología y refuerza sus viejos argumentos a favor de una mayor igualdad de oportunidades.



Uno de esos argumentos, que ahora resulta fortalecido, es que si se desea asegurar una mayor igualdad de tratamiento y resultados escolares, se debe insistir en el acceso de todos los niños a la educación preescolar, que en Chile muestra todavía grandes diferencias a favor de los niños provenientes de los quintiles más ricos.







Otra lección es que los exámenes que administren la escuela, la universidad o el gobierno deben reducir, hasta donde sea posible, el sesgo a favor de las aptitudes llamadas innatas, pero que sabemos son producto de la temprana socialización familiar y de la herencia recibida en el hogar.



Cada vez que los tests se apoyan en esas aptitudes —rapidez para responder preguntas, cultura general, facilidades verbales y manejo de relaciones, capacidades de lenguaje propias de un código lingüístico elaborado— se condena a la mayoría de los alumnos al fracaso, pues se los pone ante un examen que mide el legado paterno y no el propio esfuerzo de aprendizaje.



En breve, ahí radica la principal diferencia entre las aproximaciones a la educación y la cultura tipo PAA y tipo SIES.



Una, la PAA, tiene un alto grado de afinidad electiva con la cultura transmitida por el hogar, con la temprana socialización dentro de un legado de formas y estilos de vida, con aptitudes innatas y, por todo eso, con la manera que a veces he llamado aristocrática (en sentido de Bourdieu) de concebir la vida y el éxito en ella.



La otra, el SIES, es una apuesta en favor de las posibilidades que la educación tiene de compensar las diferencias de origen, de dotar a las personas con un capital propio de conocimientos y competencias y de ponerlas, así, en un mejor pie frente al mercado laboral y la vida.



Es un mérito del debate producido durante las últimas semanas el que se haya puesto de relieve la enorme importancia que para el destino de las personas tienen las desigualdades de origen socioeconómico y cultural.



Es también meritorio que ese hecho nos haya puesto a todos a competir por quien atiende mejor las necesidades y los intereses de esos niños, jóvenes y familias que masiva (y a veces de manera invisible) viven en los márgenes de la sociedad.



A fin de cuentas, aún los defensores de las pruebas de aptitudes han tenido que esforzarse —sin éxito, a mi juicio— por demostrar que ellos defienden el mejor dique contra las desigualdades y abren la más amplia puerta de acceso hacia una sociedad equitativa.



Es un primer paso que ojalá no pase al olvido tras la tormenta.



Adicionalmente, queda claro que nuestro sistema de educación superior necesita con urgencia una nueva forma de conducción y coordinación. El Consejo de Rectores, que agrupa a las 25 universidades que reciben dinero fiscal, mostró no ser un organismo eficaz y representativo.



No es eficaz, pues como se vio repetidamente en estos meses, no logra siquiera hablar con una sola voz y es permanentemente desbordado desde su interior por rectores que no están dispuestas a sujetarse a una misma disciplina organizacional.



En seguida, en vez de conducir y dar proyección al debate que se ha suscitado en torno al ingreso a las universidades, ha incidido en confundirlo y a sembrar la incertidumbre y la desconfianza entre los interesados en el tema: alumnos de enseñanza media, establecimientos escolares, padres y apoderados, instituciones educacionales, académicos y especialistas en educación.



Desde ese punto de vista, el Consejo ha tenido un comportamiento deplorable, a pesar de los meritorios esfuerzos de su vicepresidente por ordenar la casa y dar una imagen de seriedad y cordura.



Además, ni el Consejo ni sus miembros han logrado dejar en claro ante la opinión pública cuál es su grado de compromiso y de responsabilidad con el proyecto SIES, cuyo origen, sin embargo, quedó marcado por la alianza entre las Universidad de Chile y la Pontificia Universidad Católica, con solemnes declaraciones de sus máximas autoridades. En cambio, tan pronto surgieron voces críticas, algunas perfectamente atendibles y otras fáciles de rebatir, al menos una de las universidades participantes en el proyecto, la Universidad de Chile, pareció tomar distancia y por momentos plegarse a las críticas, actuando de una forma tal que resultaba difícil de entender y seguir.



Por último, el Consejo de Rectores ha demostrado en estos días una debilidad adicional: su escasa representatividad en el nuevo contexto de la educación superior chilena. Surgido cuando sólo existían ocho universidades, este organismo ha ido quedando atrapado en una pura lógica formal, ampliándose solo a las instituciones que reciben dineros del Estado por la vía del aporte fiscal directo.



¿Acaso es ese un motivo suficiente para permanecer unidos? ¿Se trata de un gremio que gira en torno a intereses económicos y no académicos? ¿Por qué excluir del concierto de universidades a todas las nuevas instituciones que han logrado su plena autonomía y gozan del reconocimiento oficial del Estado?



En suma, el Consejo de Rectores no ha podido conducir el proceso de revisión de las pruebas de ingreso a la enseñanza superior, materia que es de su incumbencia e interés, ni ha logrado adaptarse a las nuevas circunstancias del sistema.



Que por fin ayer el Consejo haya vuelto a encontrar su centro y, como debió ocurrir hace rato, haya logrado una propuesta de consenso, no resta validez a las críticas aquí enunciadas con el ánimo de perfeccionar nuestro sistema.



Más sobre esto la próxima semana.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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