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El día después del Grand Prix

Los premios literarios, especialmente los grandes -el Nobel o el Nacional de Literatura- son como las carreras de automóviles, pero al estilo del teatro del absurdo.


Los premios literarios, especialmente los grandes -el Nobel o el Nacional de Literatura- son como las carreras de automóviles, pero al estilo del teatro del absurdo, en un velódromo surrealista y tridimensional donde circula todo tipo de maquinarias: monociclos, todoterrenos, burritas, carros de tren, góndolas, micros, motonetas y troncomóviles.



Cada cierto tiempo aparece en escena, aparatosamente perseguido por las cámaras, un paco despistado: es el jurado, que padece de personalidad múltiple, no sabe mucho de automovilismo y anda pendiente del celular a través del cual recibe ciertas instrucciones.



A la hora señalada y con mucha fanfarria el vigilante, medio desesperado por su misión imposible, se cuadra, toca el pito y le pasa un parte a uno de los competidores exlamando «Ä„documentos! Ä„gana premio!».



En este circuito tortuoso no gana necesariamente el más veloz. Nunca queda claro por qué se cobra la multa, aunque el paco-jurado se esmere en dar las explicaciones del caso, del estilo «este triciclo panadero tiene harto kilometraje, acarreó muchas canastas en su larga trayectoria y había que pararlo antes de que se le cortara la cadena», o bien «este microbús no contamina». Cualquier cosa que pueda pasar por justificación, al menos por unos días, que es lo que se demora el público en olvidar la trifulca y seguir mirándole el escote a la geisha chilena.



Nada tiene que ver esto con la literatura, que es una actividad vergonzosamente íntima, muy alejada de todo lo que parezca carrera de autos. Escribir es correr contra el tiempo, contra la muerte, contra el olvido, pero muchas veces también es lo contrario: la escritura se alimenta del paso del tiempo, del contacto cercano con la muerte, y depende tanto del olvido como de la memoria.



La escritura no va hacia atrás ni hacia adelante, sino todo lo contrario. Por eso los jueces de una competencia literaria se arriesgan al absurdo, aunque actúen de buena fe. Como el paco de la carrera de autos, tienen poder, pero carecen de verdadero discernimiento en un evento tan raro. Si una vez hasta le dieron el premio a Enrique Campos Menéndez, quien lanzaba humo tóxico con su tanqueta de papel maché en los tiempos de la Gran Restricción Vehicular.



Ahora que a Volodia Teitelboim le pasaron merecidamente el anti-Parte Nacional por las razones que ya son de conocimiento público (aunque se trate de un público que no lee ni los proverbiales 15 minutos somníferos del abuelo demente), tal vez podamos revisar con calma y con curiosidad, condiciones inapelables para toda buena lectura, las páginas que salieron de su multiforme y calva cabeza.



La obra escrita de Teitelboim es un todoterreno, una nave versátil, algo lenta de movimientos pero kilométricamente sólida. Está adornada con calcomanías y banderolas que denotan sus exploraciones por el globo terráqueo y por vastas regiones de la geo-ideología. Ostenta varias capas de pintura rojo sangre, y aunque es terrestre, tiene arrestos de anfibio, como su piloto, que habita el agua turbia del siglo 20 pero se asoma sin problemas al aire enrarecido de este tiempo.



Bien pasado el parte, porque entre los adornos y las abolladuras, de repente tiembla un ojo acuoso pero nítido que es capaz de tomar de rehén, como hacen los mejores, la mirada de quien lee.



Entre los vehículos que siguen circulando, a la espera, está la limusina orientalista y catalítica de Isabel Allende, vehículo travesti que de repente se queda en pana y recobra su verdadera identidad de citrola sicodélica, impregnada de pachulí y anilinas hippies. Por sus parlantes se oye una cumbia pluvial y sabrosa que parece de la Sonora Macondo.



Los que no se hacen los sordos reconocerán en su soneo faux-tropical la voz de una mujer universal, atenta a todos los pulsos de la vida y de la muerte. Maneja con los siete velos puestos, contando cuentos para no morirse, cagada de la risa con sus propias impertinencias, entre las que se cuenta el haber puesto al macho de García Márquez de cabeza como que no quiere la cosa.



Se merecía la Multa Nacional este año, pero seguro que más temprano que tarde, como dijo su tío inexorable, le va a hacer señas un amigo en el camino, con la baliza encendida a todo full. La pregunta del millón es si el carabinero le hablará en castellano o en sueco.



Mientras tanto, ojalá que algunos de los que dejaron brevemente de culturizarse con el estelar de moda por causa de la interrupción del Premio Nacional de Literatura le pierdan el miedo a la lectura. En una de esas, puede que hasta el paco de los partes se vuelva loco con alguna página prodigiosa y derogue por fin el impuesto a los libros: ése sí que sería Premio Nacional a la Literatura.



En todo caso, el que viene en un par de años es el grandote, el premio de los poetas, nuestra Fórmula Uno. Desde este asiento de la tribuna más equívoca, veo con mi catalejo puesto al revés que viene zumbando el bólido de don Armando Uribe. ¿Lo irá a ver siquiera el paco de turno?



(*) escritor y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Haverford, EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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