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Mes de septiembre, mes del recuerdo

Lo cierto es que creo que el odio que nos dividió en el pasado debe ser lanzado al pozo del olvido. Y las lecciones de los errores y horrores cometidos deben ser siempre recordadas, para nunca más recaer en ellos.


Los noticieros del 11 de septiembre nos llenaron de imágenes de cómo el pueblo estadounidense recordó de manera impresionante sus muertos y mártires. Definitivamente, esta fecha será recordada como una muy triste efeméride. Los partidarios nacionales de la «celebración del once» han perdido la partida.



¿Qué pasó en Chile?



Vimos un cansado 11 de septiembre nacional en unos muy norteamericanizados canales de televisión, incluido el nacional. Las protestas, homenajes y misas de siempre. Un Chile dividido aún por el pasado. Y la demanda política de algunos de olvidar. «El 11 de septiembre nos divide», «El 11 de septiembre nos congela en el pasado» o «El 11 de septiembre nos impide mirar juntos el futuro». ¿Nos convertiremos en estatuas de sal, como en la historia bíblica de Lot? ¿Seremos como los malos seguidores del evangelio, que al poner la mano en el arado se detienen y miran hacia atrás?



La duda es razonable. ¿Debemos hacer como los pueblos alemán y francés, que diez años después de acabada la guerra mundial se empeñaron en la tarea de lo que es hoy la Unión Europea?



O por el contrario, ¿debemos actuar como lo hacen el pueblo norteamericano y el judío, los cuales sostienen ante Al Qaeda y el Holocausto su «Nunca olvidaremos»? Porque no es menos cierto que los pueblos que olvidan los horrores y los errores del pasado están condenados a repetirlos.



¿Qué hacer?



Sinceramente, no creo que debamos optar en forma excluyente entre recordar u olvidar. Me parece menos apropiado insistir en que hay un abismo que separa a un país que mira el pasado o que se proyecta al futuro. Más bien debemos debatir qué recordar en común y qué aprender como pueblo.



En efecto, sin duda es malo recordar constantemente los horrores y errores del otro con el que convivimos, pues terminaremos separándonos. Igualmente nos hace personas agrias vivir recordando los agravios sufridos. Pero es bueno, necesario e imprescindible recordar lo vivido, cuando acrecienta la vida.



Lo cierto es que creo que el odio que nos dividió en el pasado debe ser lanzado al pozo del olvido. Y las lecciones de los errores y horrores cometidos deben ser siempre recordadas, para nunca más recaer en ellos.



Se trata de recordar el pasado porque el pasado ni siquiera ha pasado, está haciéndose presente en el presente. La memoria es el depósito de la vida, de lo aprendido en ella. Por eso sin memoria no sabríamos ni siquiera nuestro nombre. Si no sabemos de dónde venimos, jamás sabremos quiénes somos y hacia dónde vamos.



Recordemos nuestra soberbia en 1970. Decíamos que éramos los «ingleses de América» y que nunca tendríamos dictaduras «bananeras». Y la guerra fría que reventó en Sierra Maestra en 1958 arrastró a todas las democracias de América Latina. En 1977, solo Colombia, Costa Rica y Venezuela mantuvieron presidentes electos. Y Chile tuvo una dictadura que duró 17 años.



Recordar el pasado 11 de septiembre de 1973 es tener presente hoy que somos un país de apenas 15 millones de habitantes en un mundo que superó los 6 mil millones, y que nuestra economía es el 0,7 por ciento del PIB de Estados Unidos. Es una loca pretensión sentirnos indiferentes ante la suerte de nuestros vecinos. Lo cierto es que aislados somos más vulnerables a las tendencias mundiales, sean ellas económicas o políticas.



Debemos recordar también nuestra ira en 1973. El odio contra el adversario político nos llevó al asesinato. Cuidado con la violencia verbal, que es la antesala de la violencia política. Cuidado con la prensa cuando se transforma en ariete que descalifica y agravia al opositor. Cuidado cuando el discurso público empieza a distinguir entre buenos y malos, Nosotros y Ellos. Atención cuando en el trabajo político se transforma en lucha política en que se gana o se pierde todo.



Rechacemos a todos los que se sienten portadores de verdades absolutas o de leyes inexorables. Desconfiemos de quienes sostienen que si llegan al poder todo será mejor y que hoy todo está mal. Discrepemos abiertamente del que reduce todo a la resolución por la fuerza, pues el compromiso y el acuerdo son imposibles con «ellos», los malos por «vendepatrias», «humanoides», «criptocomunistas», etcétera.



En 1973, los vientos de guerra vinieron de fuera y encontraron terreno fértil en un país atravesado por desigualdades y pobreza que muy lentamente se iban atenuando. Las nubes negras se cargaron de odio cuando el lenguaje se llenó de descalificación y grosería política. Las tempestades de hierro se desataron cuando la política fue incapaz de revolver un conflicto social que terminó zanjado por la lógica de la guerra.



Son tres lecciones del 11 de septiembre de 1973. Si las recordamos, nos alejaremos de él y podremos acercarnos a un Chile del Bicentenario en que podamos afirmar con certeza un nunca más a la violación de los derechos humanos.



Recordar para olvidar el odio. Pensar en el pasado para pisar firme en el horizonte del futuro.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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