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Opus Nigrum para Salvador Allende

No es por cierto reivindicar el suicidio como vía de solución de los problemas y aunque estrictamente hablando Allende se suicidó, mirando los hechos en su contexto, a Salvador Allende lo mataron.


En los difíciles tiempos de la dictadura, un canto obligado de cancioneros, parroquias universitarias, recitales semiclandestinos y reuniones de amigos rezaba: «Y ahí veo al hombre que se levanta, crece y se agiganta». Obviamente, en aquella época plena de violencias, nadie podía imaginar que a los 30 años del golpe militar que destruyera sangrientamente la democracia chilena, ese cántico se iba a aplicar tan cabalmente a la figura de Salvador Allende. Lo cierto es que ocurrió, surgió de manera no planificada, espontánea se podría decir, y allá los expertos con el intento de dar con sus razones.



Fue por cierto un hecho refrescante, en el contexto de la mediocridad política del presente, que la figura de Allende, su último discurso, el timbre metálico de su voz, se fuera levantando, creciendo y agigantándose, obviamente para desazón de traidores y golpistas, quienes debieron salir a reivindicar la gesta heroica que salvara sus intereses, que gustan confundir con las tradiciones patrióticas.



Muchas cosas resultan interesantes de reflexionar después de este último 11 de septiembre. En primer lugar, no deja de ser sorprendente que hoy un político pueda convocar a 80 mil personas en medio del descrédito de la política, cuando se nos dice que la farándula y la parafernalia mediática son la clave del éxito, pues los grandes discursos y las mega-concentraciones están en desuso.



Allende no ha estado presente en los medios desde hace 30 años. Tampoco nadie lo ha visto últimamente en el ilustrado programa de Kike Morandé, ni haciéndose el gracioso con el otrora más circunspecto Sergio Lagos, hoy convertido en un fanfarrón como el que más. Contrariamente a esto, Allende ha sido sistemáticamente desacreditado por los medios, marginado de los programas políticos, olvidado por sus compañeros socialistas o al menos rebajado a un discreto tercer plano. No obstante convocó, 30 años después, la voluntad y las emociones de mayorías que ningún político hoy podría convocar, por más que se destaque como invitado en los programas de más alto rating de nuestra culta televisión chilena o insista majaderamente con lo «políticamente correcto».



Otra nota interesante, un Lagos solitario -amparándose en el protocolo y lejano del pueblo- se mostraba despojado de cualquier gesto que le diera la misma singularidad de Allende cuando entrara vivo, por última vez, por Morandé 80. Lo que digo no es sólo una ironía, sino la constatación de que, mientras Allende entraba con la decisión de no renunciar a sus convicciones, en el caso de Lagos, que exhibe una muy evidente flexibilidad ante las suyas propias, quedan pocas dudas acerca de que su gesto no fue otra cosa que la imitación del que hiciera Franí§ois Mitterrand -cuando asumió como Presidente de Francia, el 21 de mayo de 1981- caminado solo frente a las cámaras para depositar una rosa en el Panteón de Jean Jaures, uno de los padres del socialismo francés, asesinado en 1914.



Al igual que Mitterrand intentando apropiarse de la imagen del héroe, un Presidente Lagos falto de heroísmo y nada creativo, intentaba apropiarse no sólo de la imagen de Allende sino también de su discurso. Su conmemoración fue a su estilo: individualista, intramuros y protegido por las barreras policiales. Nada de esto sorprende puesto que difícilmente podría convocar el entusiasmo popular un presidente que, desconociendo el ejemplo de Allende y dándole la espalda a la voluntad popular, cambia su programa de gobierno por la agenda de los empresarios.



Nota alentadora: la UDI, la gran perdedora, vio desvanecerse en fracción de algunos días, los grandes esfuerzos que venía realizando para sacudirse de su relación con el golpe militar, su matriz autoritaria y antidemocrática.



Pero no sólo la UDI arrojó luces sobre su esencia. También otro conspicuo y vitalicio representante de la Democracia Cristiana, el Presidente del Senado Andrés Zaldívar, mostraba su inconsecuencia y su dudosa vocación democrática, al negarse a rendir un homenaje a Allende.



Al mismo tiempo, Zaldívar olvidaba recordar que no sólo fue adversario de Allende sino también de Pinochet, de quien además fue victima, lo que por cierto no fue obstáculo para ofrecerle la testera del Senado y contribuir para que el más nefasto dictador de toda la historia de Chile, adquiriera el estatus de ex presidente para vergüenza y deshonra de la conciencia democrática y de la defensa de los más elementales derechos humanos.



El último 11 de septiembre no se rescribió la historia ni se cambió la evaluación sobre un gobierno que no tuvo la oportunidad de gobernar. Tampoco se resucitaron viejos odios, ni se santificó -como recita Milanes- «a una vida segada en La Moneda», sino más bien, se reivindicó la política como un ámbito de generosidad, de entrega total y hasta las últimas consecuencias. Se desmintió el espíritu nihilista y desesperanzado que tan bien encarna Fernando Villegas en el Chile de hoy, ese que sostiene que lo único que mueve al ser humano es su ambición desmedida y que decir otra cosa es ingenuo y estúpido. La reivindicación de la figura de Allende es también la reivindicación de otra manera de entender el trabajo de los hombres, no tanto desde sus miserias sino también desde las virtudes humanas.



No es por cierto reivindicar el suicidio como vía de solución de los problemas y aunque estrictamente hablando Allende se suicidó, mirando los hechos en su contexto, a Salvador Allende lo mataron. Según quienes lo conocieron, amaba la vida y no tenía el perfil depresivo agudo de los que sí se suicidan. Quienes estuvieron con él ese día, lo vieron combatir, dirigir la defensa del palacio, tomar decisiones, y ni siquiera los golpistas ni sus hijos predilectos que hoy profesan de demócratas, han podido obviar el haber escuchado al menos una vez, su último discurso, que por cierto no es el de un suicida.



La escritora francesa Marguerite Yourcenar en su novela llamada Opus Nigrum, nos relata la historia de un médico alquimista llamado Zenón, condenado por la Inquisición, quien se quita la vida después de haber hecho su mejor defensa y después de haberse negado a aceptar su retractación para salvar su vida, restándole a sus carceleros el placer de la ejecución. Sabemos que Allende, viendo la imposibilidad de continuar combatiendo y para evitar la masacre de sus colaboradores, ordena la rendición, se aparta y oprime el gatillo, negándole al grosero tirano, el placer de humillarlo, al tiempo que le restaba con su acto toda gloria y grandeza a una gesta criminal y cobarde como fue el golpe militar.



El Opus Nigrum es una antigua representación alquímica que da cuenta del proceso de descomposición y disolución de la materia y que también representa los momentos críticos en la vida de los hombres, en que su espíritu es sometido a prueba antes de su liberación. Algo de esto hemos podido apreciar en las celebraciones del último 11 de septiembre, con relación con la figura de Allende. Un Opus Nigrum de treinta años llegando a su fin con la irrupción de la figura ética de un Presidente dejando la vida en La Moneda, lo que nos ha permitido liberar y revalorar parte de las más nobles virtudes del alma humana.



Después de lo que hemos vivido en estas últimas semanas, después de la justa nostalgia y del recuerdo emocionado que muchos se permitieron, un Chile algo más justo y menos devastador parece más posible y menos iluso. Nada despreciable por lo demás, puesto que, en el principio de toda nueva voluntad política, está el triunfo sobre la desesperanza y el espíritu depresivo.



Algo hemos progresado.





* Director Ejecutivo de Oceana.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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