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La Constitución no da para más


La Constitución de 1980 está bastante lejos de ser una Carta Fundamental que refleje un consenso social. Esta norma básica ha sido impuesta por la fuerza a toda la sociedad por el tenedor del poder. Se trata de una Constitución esencialmente ideológica, autoritaria y concebida en la lógica de la exclusión del disidente; no olvidemos que el artículo 8° proscribía, hasta hace no mucho, a quienes tenían una concepción distinta de la sociedad, la familia o el Estado.



No se podrá hablar de un cierre de la transición mientras la sociedad chilena no se dé un nuevo pacto, un rayado de cancha que no podrá ser más una imposición. Unas reglas del juego que deberán ser construidas en un debate colectivo que suponga un diálogo entre los distintos, que parta del reconocimiento de nuestras diferencias y que culmine en la definición de consensos esenciales. Este proceso pasa por declarar que la Constitución de 1980 no da para más y es necesario, siendo muy honestos, algo más de fondo que unas cuantas reformas.



Los procesos de transición de una dictadura a un sistema democrático han supuesto una refundación de la República, del Estado de Derecho y un compromiso inquebrantable con los Derechos Humanos, asegurando de ese modo la convivencia pacifica y racional entre hombres y mujeres. Este es el caso español, donde luego de la muerte del caudillo la sociedad española elige un constituyente que elabora un instrumento, fruto del debate entre las fuerzas de la España del post franquismo (Constitución de 1978).



Algo parecido sucede después de la Revolución de los Claveles con la Constitución portuguesa de 1976. En nuestro continente, Brasil, al recuperar la democracia, enmienda la Constitución en 1985 y convoca a una asamblea constituyente que dotaría a ese país de una nueva Constitución en 1988. En Argentina, el alejamiento de los militares del poder lleva consigo un proceso que culmina en una reforma constitucional a la carta de 1853 que garantiza a todos los argentinos derechos que están contemplados en los tratados internacionales (1994).



Las democracias que hoy admiramos o al menos las que nos parecen mejores -capaces incluso de resistir la estupidez de sus gobernantes- han establecido como norma fundamental aquellos consensos sociales elementales, fortalecimiento de la dignidad de la persona humana, como lo hacen los alemanes después de una dictadura atroz (Ley Fundamental de Bonn 1948).



Los estadounidenses inician su proceso de independencia con una declaración que hoy parece revolucionaria ««nosotros el pueblo». La declaración de 1776, la Constitución de 1787 y la carta de derechos (Bill of Rights) de 1791 son el fruto de un consenso entre las ex colonias inglesas, la mayoría de las cuales habían discutido y aprobado a esa fecha una Constitución, léase la potente Declaración del Buen Pueblo de Virginia en 1776. De modo que la institucionalidad de la que hablo constituye un proceso que implica debate, diferencia y consenso.



Alguien podrá sostener que nosotros, a la chilena, también tuvimos una suerte de constituyente que marcó el límite entre una institucionalidad autoritaria y una democrática. Me refiero a las reformas constitucionales de 1989, donde destaca la derogación del artículo 8° y la incorporación como normas de derecho interno de aquellos derechos humanos contenidos en tratados internacionales.



Esta reforma en la medida de lo posible no ha podido convertir una Constitución autoritaria en una que hable en clave democrática. No se puede olvidar que la Carta Fundamental, que algunos se niegan a reformar, permitió que hoy el inhábil General Pinochet fuera comandante en jefe del Ejército, y no estamos hablando precisamente de hechos que ocurrieron hace treinta años.



Se ha sostenido este último tiempo que la activación del proceso de reformas a la Constitución no es otra cosa que un intento por instalar en la agenda pública un tema que permita a la clase política evadirse de la crisis económica que enfrentamos como país. Alguien puede pretender usar las reformas para crear un espejismo sobre lo urgente, sin embargo, un proceso de reformas a la Constitución está lejos de poder calificarse de superfluo.



La discusión sobre cómo se financia el plan AUGE, la iniciativa de jornada escolar gratuita y completa para los niños chilenos, el significado de la titularidad dominical del Estado frente a ENAP, o bien la mayor o menor carga impositiva que afecta al capital, se relacionan con el modelo de Estado que se desea y, naturalmente, no se puede prescindir en este debate del hecho de que la Constitución no protege, en tanto no garantiza el derecho a la salud, ni el derecho a la educación, ni el derecho al trabajo.



Es decir, si algún ciudadano es afectado en estos derechos no podrá requerir del Estado una prestación, pues no tiene una herramienta jurídica para obligar a ser atendido en un servicio público, o a demandar educación para sus hijos y menos derecho a trabajar, pero en cambio, tiene derecho a elegir entre Fonasa o una Isapre, a instalar un colegio o a elegir un trabajo entre varios.



Por una cuestión de espacio, no pretendo entrar en el debate sobre si los derechos económicos, sociales y culturales deben o no o bien pueden o no estar garantizados, lo que sí puedo afirmar es que el debate sobre la Constitución que se desea para un régimen democrático es también el debate sobre lo que entendemos debe ser o no la función del Estado respecto de la prestación o no de servicios que finalmente contribuyen o no a aumentar o disminuir las diferencias que produce un modelo económico que tolera sin complejos la iniquidad que resulta del mismo.



Como se ha dicho, las reformas que intenta el Ejecutivo no contemplan una revisión al catalogo de derechos y al régimen de sus garantías. Pero un debate sobre las reformas constitucionales involucra, en buena hora, la discusión sobre la naturaleza del Estado que deseamos.



Las reformas que se plantean permiten avanzar en una adecuación a un régimen más respetuoso de los derechos y de la democracia, en este sentido, no es menor la supresión de un COSENA, la elección democrática de todos los parlamentarios, la subordinación de las Fuerzas Armadas al Poder Civil y probablemente la más importante de todas las planteadas, la reforma del sistema binominal, pues éste ha permitido, durante todos los años de gobierno de la Concertación tener una derecha tapón del proceso democratizador con una votación rara vez superior al 40 por ciento, sometiendo a su capricho, a su lealtad con «la obra» del gobierno militar, a toda la sociedad que anhela transformaciones mas potentes.



La reforma del sistema electoral, nos dará la oportunidad para acordar las reglas del juego, definir si el Estado solo debe abstenerse de violar nuestros derechos o debe también prestarlos y promocionarlos, si deseamos una sociedad fundada en la solidaridad o una basada en la caridad entendida como una vaca que hay que hacer cuando hay temporales, enfermos o para rebajar la tasa imponible. En fin, nos permitirá abordar el modelo de vida que queremos, y algo que se nos olvida, del cual somos responsables en una dimensión temporal que comprende las generaciones futuras.



Finalmente, si es necesario que el Presidente Lagos llame a plebiscito, que así sea, ya que no sólo tiene la facultad constitucional para hacerlo, sino además, la legitimidad democrática para instalar esta cuestión en el seno de la sociedad chilena desde donde nunca debió apartarse.



* Abogado, Master en Derechos Fundamentales de la Univesidad Carlos III de Madrid. Especialista en Derecho Privado de la Univesidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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