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Los años de plomo en Italia y el septiembre chileno

El caso chileno deviene gravísimo, pues las heridas del pasado se pueden abrir justo donde son enormes: en la relación entre las armas y la política. Aquí una nación no puede jamás dividirse. En caso contrario es la guerra civil y/o la derrota de la democracia.


Hace unas semanas sosteníamos que septiembre es el mes del recuerdo en Chile, y que necesita ser de una vez por todas el mes del perdón. De pedir perdón reconociendo el mal causado, arrepintiéndose y comprometiéndose a no volver a cometer los errores que nos llevaron al golpe de Estado de 1973.



Pasó septiembre: no hubo solicitud nacional de perdón, y por el contrario, sí mucho recuerdo. El mayor gesto, eso sí, fue la misa del Ejército de Chile en honor al qeneral Carlos Prats.



Lo cierto es que el recuerdo doloroso saltó de una investigación periodística del diario La Nación. El Comando Conjunto existe y sigue actuando, ahora encubriendo a violadores de derechos humanos. Peor aún, comprometiendo directamente al alto mando de la FACH. La crisis detonó y aún no se resuelve.



Los partidarios del régimen militar exigen de una vez por todas «dar vuelta la página». Saben que su estrategia legal, ampararse en la ley de amnistía, ha fracasado. Pero no ceden en un argumento de fuerza moral: no podemos seguir viviendo en el pasado.



Los partidarios del actual gobierno, salvo excepciones, sostienen la necesidad de la verdad hasta sus últimas consecuencias y reclaman justicia, como ocurrió parcialmente con los asesinos de Tucapel Jiménez.



Lo expuesto en el párrafo anterior ha sido discutido todos los años, particularmente en el mes de septiembre.



Lo singular de este año estuvo en la actitud estadounidense acerca de su propio «once». Una nación entera dirigida por un republicano conservador dijo: no olvidaremos.



Más aún, el 23 de septiembre nos llegó desde Francia otra sorpresa que debemos destacar. Ese día, viejos activistas de las Brigadas Rojas Italianas dieron una conferencia de prensa en Francia, y reclamaron contra Jacques Chirac por una definición acerca de su futuro. Eran miembros de la extrema izquierda italiana entre los años ’70 y ’80: algunos fueron condenados por participar en asesinatos como el de Aldo Moro en 1978.



Ante la reacción de la democracia italiana en orden a procesarlos y castigarlos con dureza, obtuvieron de Francois Mitterrand el compromiso de no ser entregados a la justicia italiana. Eso fue en 1985. Pero este 25 de agosto de 2002, Chirac entregó a Paolo Persichetti.



Los jóvenes de las Brigadas Rojas, treinta años después de su ingreso a esa organización, con la cabeza cana de un adulto de unos 45 años, reclaman y expresan su dolor. Exigen que sea respetado el compromiso del fallecido Mitterrand, que se les reconozca su derecho a una segunda oportunidad en la vida y que no los dejen «suspendidos entre un pasado que nos vuelve a atrapar y un futuro completamente incierto».



Les duele regresar a Italia, país que está, según ellos, peor que en 1970.

La derecha italiana reclama que los «años de plomo» no han terminado. Que las Brigadas Rojas se han rearticulado y que asesinaron a personas como Marco Biagi en 2002. No han pedido perdón ni lo han obtenido de sus víctimas.



El pasado sigue produciendo efectos en el presente. Además, no han cumplido pena ninguna en la cárcel. No debe haber amnistía.



La izquierda italiana está dividida. Hay quienes reclaman contra la política angelical de Mitterrand. Dicen que Italia jamás dejó de ser una democracia, y que esas personas fueron con justicia juzgadas y condenadas. Por ello exigen la extradición. Hay otros, verdes y de la Refundación Comunista, quienes sostienen que ya han pasado treinta años.



La expresión «dar vuelta la hoja» se repite incesantemente. La extrema derecha cometió crímenes salvajes, como la Plaza Fontana en el Milán de 1969. Por ello se impone una amnistía.



Este largo relato del debate italiano de hoy, que el sociólogo Eduardo Palma me ha dado a conocer, expresa lo delicado del tema del perdón y el saldar las deudas del pasado. No hay soluciones fáciles. Las exigencias de la verdad y la justicia, atemperadas por la prudencia y la magnanimidad, no dan como resultado una fórmula precisa ni compartida.



En Chile, al hacer un paralelo con el caso de las Brigadas Rojas, constatemos que a Dios gracias no ha habido asesinatos políticos recientes ni reactivación del terrorismo. Punto para Chile. Pero -y ésa es la principal debilidad chilena- aquí no contamos con un marco institucional aprobado por todos. En Italia y en Francia se puede resolver esta cuestión de manera política, clara y tajante, mediante el uso de instituciones democráticas establecidas en sus ordenamientos constitucionales democráticos y legítimos. No es el caso de Chile.



Aquí, no más de un tercio de los chilenos dice confiar en nuestra Constitución. Y peor aún, el caso del Comando Conjunto ha puesto una vez más en el tapete el papel, prerrogativas e institucionalidad de las Fuerzas Armadas en nuestra democracia.



Por ello el caso chileno deviene gravísimo, pues las heridas del pasado se pueden abrir justo donde son enormes: en la relación entre las armas y la política. Aquí una nación no puede jamás dividirse. En caso contrario es la guerra civil y/o la derrota de la democracia.



Por ello, lo crucial es lograr la reforma integral de nuestra Constitución. Requerimos gestos concretos y definitivos de arrepentimiento de quienes actuaron bajo el amparo del Estado a partir de 1973. La reconciliación chilena lo exige.



El próximo año se cumplirán treinta años de nuestro once de septiembre. La cuestión es cómo volveremos a recordarlo: como un doloroso pasado que nos abandonó definitivamente, o como una historia que no termina de dejarnos suspendidos en la angustia.



* Director ejecutivo del CED



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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