Publicidad

Mesas y misas nacionales


«Herir el alma nacional» es una frase potente. Son palabras de alto octanaje que arden a temperaturas capaces de ablandar torres de acero o corazones de piedra. Pero hay que mencionarlas con cautela, porque también son capaces de abochornar con su resolana a quien las pronuncia.



La frase presupone la existencia de eso que se podría llamar «el alma nacional», susceptible de ser lo suficientemente corpórea como para resultar «herida». ¿Qué queremos decir con este arrollado criollo de metáforas? ¿Dónde ubicaríamos el sitio del alma nacional, en qué recinto se encuentra, quiénes la custodian o dan cuenta de sus heridas?



Las respuestas corren el riesgo de ser igual de metafóricas y abstractas: el alma nacional se situaría, por ejemplo, en los «valores patrios», se alojaría en la cacha de la espada de O’Higgins, o fulguraría en la aureola de Prat. El «alma nacional», en medio de tanta abstracción, significa tanto que al final no significa nada; es un comodín expresivo que puede ser interpretado según la intención de quien se lo saque de la manga.



Alguien preguntará qué tiene de malo que el concepto de «alma nacional» sea abstracto. ¿Acaso no es la idea misma de nación el producto de un acto imaginativo que permite construir una comunidad donde antes existía disgregación o discordia? ¿Que no dependemos de estas abstracciones en todo lo que hacemos en comunidad? Claro que sí: las abstracciones son inevitables.



Esto se viene dando por sentado entre quienes han pensado el tema de la identidad nacional, desde Renan a Homi Bhabha, pasando por Anderson y su canónico Imagined Communities: que la nación es un invento, el producto de una construcción muy selectiva. La nación es una historia que nos contamos reiteradamente acerca de nosotros mismos, y cuyo contenido y significado están en constante pugna y transformación.



El pensamiento contemporáneo acerca del concepto de nación pone en tela de juicio con particular intensidad el uso de nociones esencialistas y homogeneizantes, precisamente las que son similares a la de «alma nacional» y que aún circulan con autoridad en nuestro medio: «el carácter chileno», la «chilenidad», la «raza chilena». El cuestionamiento de estas ideas no es solamente cosa de teóricos, sino que representa un zeitgeist emergente -pero bien delineado- entre la población, como lo indican los resultados del estudio PNUD.



Se revela ahí que el cuento único acerca de la identidad nacional está perdiendo la potencia de antaño. ¿Por qué surge entonces en boca del presidente eso de «herir el alma nacional»? La frase no está inscrita dentro de una elucubración abstracta acerca de la patria, sino dentro de un contexto político coyuntural, concreto e identificable. Se refiere al evidente cojear de la endeble Mesa de Diálogo, que supuestamente había contribuido a una reconciliación nacional mediante la participación leal de las Fuerzas Armadas.



El problema es éste: el Presidente inscribe su queja dentro del campo de la retórica por la sencilla razón que no le queda otra, carece de atribuciones y de poder para una confrontación más concreta. Las Fuerzas Armadas no han «herido el alma nacional», sino que han matado, torturado, desaparecido gente y luego han dejado de cumplir el compromiso legal de esclarecer sus actos. En lugar de eso, han mentido y han ofuscado, recordándole a la civilidad que se mandan solas.



El problema no es la «herida en el alma nacional», sino la Constitución que el poder civil ha sido incapaz de cambiar y que limita su accionar a un corralito estrecho desde el cual no pueden tocar los enclaves dictatoriales.



La confusión entre lo abstracto y lo concreto se revela en la satisfacción desproporcionada con que algunos interpretaron la misa con que el Ejército honró la memoria del general Prats, asesinado en 1974 (¿quién lo duda con honestidad?) por órdenes de la dictadura encabezada por el mismo ejército. En lugar de misas y comuniones con ruedas de tanque anfibio, lo que corresponde es la colaboración judicial, concreta, tangible, a rajatabla, y pública, en el esclarecimiento del crimen.



Sólo entonces, cuando se vea la evidencia palpable de su regeneración democrática, el ejército de Chile -parafraseando lo que Neruda dijo de Lautaro- será digno de su pueblo, porque fueron muchos los atropellos y faltarían demasiadas misas para resarcirlos.



Las misas y los símbolos patrios no nos van a servir de nada, a menos que de verdad el Papa, enojado con las herejías de Fondart, nos santifique a Arturo Prat gracias a la última tentación del cardenal Medina.



El estado, la iglesia y las fuerzas armadas serán unificados entonces por el héroe de Iquique, y el país será convertido en Tierra Santa, un paroxismo terremótico de orgullo nacional y un largo espasmo de misas bicentenarias celebradas en una gran mesa infinitamente coja. Y con la torre de Lavín como un gran falo, perdón, faro, alumbrando el porvenir de Chile, una larga y estrecha cicatriz situada al fin de la historia.



(*) escritor y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Haverford, EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias