Publicidad

Desigualdades sociales y su efecto en la educación

No se trata solo de recursos monetarios o del presupuesto de las escuelas. Dado que el problema de las desigualdades de origen socioeconómico es tan hondo y multidimensional, la inversión de la que aquí se habla es en «oportunidades de aprendizaje», cuyo aprovechamiento involucra también un conjunto variado de situaciones y recursos.


A propósito de mi pasada columna sobre los resultados del Simce y sus causas profundas en el terreno de las desigualdades socioeconómicas, un colega me hacía ver hace unos días su preocupación respecto al efecto paralizante que podía tener este tipo de análisis.



¿En qué sentido?



En el sentido de desvalorizar las medidas correctivas, propiamente pedagógicas e intraescuela, en favor de una visión que lo apostaría todo a acciones más generales, extraescolares, destinadas a combatir la desigualdad socioeconómica, por decir así, en su propio terreno.



No es así.



Por lo pronto, dejé claramente dicho que «así como no podemos descuidar los problemas de fondo, que justamente por eso son más difíciles y lentos de solucionar, tampoco podemos desatender los aspectos propiamente educacionales envueltos en los pobres resultados del Simce. Debemos seguir adelante con las acciones de la Reforma, particularmente las que tienen la capacidad de contrarrestar los nocivos efectos de la desigualdad, como una mayor cobertura de la enseñanza preescolar, los programas especiales para establecimientos que atienden a los alumnos más vulnerables, el reforzamiento de la docencia en esas escuelas y liceos, la extensión de la jornada, la fijación de estándares más exigentes e incentivos para los profesores que logran mejores resultados».



Hay que separar aquí dos cosas. Por un lado, el orden de la explicación, y por el otro, el orden de la acción.



En el orden de la explicación, resultaría ciego negarse a la realidad empírica que nos muestra que en el promedio de los grandes números (esto es, en el total de la población escolar) el desempeño de los alumnos provenientes de hogares de escasos recursos es sistemáticamente inferior al desempeño de los niños y jóvenes nacidos en familias dotadas de un sólido capital cultural.



Lo anterior vale para Chile, y también para los países desarrollados. Así, por ejemplo, datos recientemente dados a conocer para Estados Unidos muestran que desde la adopción de la Elementary and Secondary Education Act del año 1965, el gobierno federal ha gastado más de 321 mil millones de dólares (del año 2002) para ayudar a educar a niños en desventaja. Sin embargo, 40 años después solo un 32 por ciento de los alumnos de cuarto grado pueden leer competentemente al nivel requerido.



A su turno, se constata que «la mayoría del 68 por ciento restante que no lee bien son niños pertenecientes a minorías o que viven en pobreza».



En realidad, los efectos de las diferencias socioeconómicas y culturales sobre la educación son múltiples y profundos. Como muestra el libro Psicología de las Dificultades del Aprendizaje Escolar, de Luis Bravo, recientemente reeditado (Editorial Universitaria, agosto 2002), dichas diferencias se hunden en el propio proceso de desarrollo del lenguaje de los niños, pieza fundamental para un buen desempeño escolar más tarde.



Ningún intento teórico por arrancar al sistema escolar de sus relaciones «hacia atrás» y «hacia adelante» con la estructura social de las desigualdades ha tenido éxito, por la misma razón.



Tanto dentro como fuera del sistema escolar hay fuerzas sociales que operan poderosamente contra las posibilidades de los niños y jóvenes de extracción popular para desempeñarse óptimamente en términos de las exigencias que implanta la cultura de la escuela y, más adelante, el mercado ocupacional.



Dichas fuerzas incluyen, como dice cualquier manual de sociología de la educación, no solo el entorno en que se produce la adquisición de lenguaje sino los demás factores que estimulan el temprano desarrollo de la inteligencia en la familia y el vecindario, el nivel educativo de los padres, particularmente el de la madre, la disponibilidad de bienes y símbolos que apoyan el aprendizaje en el hogar, las expectativas de los profesores y la composición y calidad de las relaciones con los pares, entre otros.



Como bien señala un grupo de sociólogos británicos (Halsey, Lauder, Brown y Wells, 1997), a final de cuentas hay aquí envuelto un asunto decisivo de recursos. «En cada punto, tanto dentro como fuera de las escuelas, los hijos de las clases populares obtienen un gasto mucho menor en sus oportunidades de aprendizaje que sus más afortunados compañeros de clase media [y alta]».



Tan simple razonamiento, que de buena gana se acepta para casi cualquier otro sistema de oportunidades, suele descartarse en el caso de la educación con los más atrabiliarios argumentos, tales como: «desde ya se gasta una enorme suma en educación», «los recursos son suficientes pero están mal administrados», «a pesar del aumento en el presupuesto educacional no hay resultados visibles en el Simce», «aprender no es cosa de recursos», etcétera.



Mas no se trata solo de recursos monetarios o del presupuesto de las escuelas. Dado que el problema de las desigualdades de origen socioeconómico es tan hondo y multidimensional, la inversión de la que aquí se habla es en «oportunidades de aprendizaje», cuyo aprovechamiento involucra también un conjunto variado de situaciones y recursos.



Como se vio más arriba en el caso de Estados Unidos, el simple aumento de recursos fiscales a las escuelas no necesariamente supera los problemas básicos de aprendizaje de la lectura entre los niños pertenecientes a minorías o que viven en condiciones de pobreza. De seguro no mejorarían tampoco, sino probablemente empeorarían, si se mantuviera constante o se disminuyera el gasto en las oportunidades formativas de esa población.



Se trata aquí, en efecto, de «oportunidades de aprendizaje» que incluyen, entro otros elementos, alimentación, vivienda, tiempo de atención ofrecido al niño por su madre, detección temprana de problemas de aprendizaje, calidad del medio ambiente familiar y comunitario en términos de interacciones y comunicación de valor educacional, disponibilidad en el hogar y el vecindario de libros, modalidades de exposición a los medios de comunicación, acceso a juguetes y computadores, modelos de rol, participación en experiencias significativas para el desarrollo de una cultura compatible con la escuela, uso y aplicación de diversos lenguajes, y tantos otros.



Es ahí -y no solo en la escuela- donde realmente se mide el gasto de la sociedad en las oportunidades de aprendizaje de sus hijos.



Si no existe voluntad de incidir sobre esos factores, alterándolos en favor de los que ganan menos y cuyos hijos parten, por tanto, con desventajas, se debilita también lo que puede esperarse de la educación y la escuela.



Dicho en otras palabras: lo que no se puede suprimir en el orden de la explicación debe servir de trasfondo y guía a la hora de ingresar al orden de la acción.



Ahí, en el orden de la acción, de las políticas, programas y medidas, de la práctica comunitaria y escolar, la gran pregunta que se han formulado muchos en la historia del último siglo es si la educación puede compensar las desigualdades de la sociedad.



Es decir, si la escuela está en condiciones de contrarrestar las diferencias de origen socioeconómico, hasta dónde y cómo.



Tal será el objeto de nuestra próxima columna.



_____________

Vea otras columnas del autor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias