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La decadencia de nuestro tiempo


El Chile de hoy fue concebido hace 30 años. Y las ideas que lo animan, probablemente hace 40. Muchas de esas ideas eran alocadas e inviables. Otras parecían igualmente impracticables y radicales, pero por diversas circunstancias cambiaron la fisonomía y la mentalidad del país.



Resulta curioso que la mayoría de esas ideas contaban desde su concepción con el uso de la fuerza para imponerlas. Pero fracasaron. Y fueron aquellas surgidas del liberalismo vienés, y que sólo reclamaban su superioridad intelectual y moral para triunfar, las que acabaron imponiéndose con el concurso de la fuerza desalmada. Esa contradicción ya la señaló Milton Friedman a sus discípulos chilenos en los años 70.



Como sea que nuestro país oscila entre el desvarío irracional y el consenso opresivo, esas ideas se transformaron en realidades tangibles que hoy perfectamente reconocemos en la vida cotidiana: isapres, fondos de pensiones, leyes laborales o tributarias, política de estabilidad presupuestaria, etc. Es lo que vulgarmente conocemos como el modelo.



Bueno, el país ha vivido durante dos décadas con el modelo, que a veces ha funcionado mejor y otras peor. Pero al margen del saldo real positivo o negativo, lo cierto es que el país de hoy no es más que la renta intelectual que nos ha proporcionado un conflicto ideológico de hace 40 años. Más aún, muchas de aquellas ideas que en su momento despertaron la curiosidad internacional, han sido motivo de orgullo en la década pasada para presentar a Chile como el país jaguar de América Latina. Ya nadie habla de eso que fue nuestro ego desbordado.



Hoy asistimos a una serie de debates públicos que no tienen la más mínima relevancia frente a lo que de verdad está ocurriendo y es que el país se encuentra en horas bajas por no caer en la autoflagelación de decir que lo que hay es una franca decadencia política e intelectual.



La polémica sobre Prat, las reformas constitucionales, la renuncia del jefe de la Fuerza Aérea, la reacción a las críticas de los analistas internacionales sobre la política fiscal del gobierno, la soterrada guerra entre la DC y el PPD, la bronca por las palabras de Pablo Longueira en Miami, los intentos de descabalgar a un desgastado Lavín o la programación de la televisión pública son armas arrojadizas de batallas políticas de muy corto alcance que se quieren presentar como asuntos cruciales para el país por los manipuladores de imágenes.



Resulta patético constatar, por ejemplo, como en la actual crisis entre la Fuerza Aérea y el Gobierno, los derechos humanos no han sido más que un elemento de presión, un instrumento, para remover a determinados mandos. No entro a valorar aquí si esos mandos eran o no culpables y si debían estar donde estaban o no después de 12 años de democracia. Lo que puntualizo es que los expedientes existentes sobre casos de derechos humanos fueron usados como parte de una acción destinada a conseguir un objetivo político y no a satisfacer la necesidad de hacer Justicia a aquellos cuyos derechos fueron vulnerados durante la dictadura militar.



La utilización de los casos de violaciones de derechos humanos como arma política ha sido especialmente intensa en sitios como la Fuerza Aérea. Un episodio similar ya se vivió con el famoso general Hernán Gabrielli, en quien recaía la decisión de seleccionar los aviones para modernizar la institución.



En aquel momento, surgieron denuncias que también afectaron a personas que estaban al margen de la FACh, pero que cuestionaban la compra de los F-16 favorecidos por Gabrielli como le ocurrió al analista civil de defensa Emilio Meneses. Al final, los F-16 fueron seleccionados dependiendo del número de supuestas violaciones a los derechos humanos que se podían lanzar contra los partidarios o detractores de los tres tipos de aparatos que competían.



En septiembre de 2001 calificamos aquí el ataque contra las Torres Gemelas y el Pentágono como el primer atentado global y la crisis abierta desde entonces, tanto en el terreno económico como en el político y social, se está desarrollando exactamente como cualquiera de nosotros podía prever. Lo curioso es que los gobiernos mundiales, incluido el chileno, han preferido seguir mirando hacia el lado, cumpliendo parsimoniosamente sus agendas de medio plazo, mientras se deslizan por la pendiente de la crisis, apostando todas sus cartas a una pronta recuperación económica que, por lo que se veía y se ve, tardará.



El caso chileno es aún más sangrante puesto que la decadencia económica comenzó en las postrimerías del gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle y no con el pinchazo de la burbuja tecnológica de marzo del 2001.



Es cierto también que el panorama en otras latitudes no es mejor y que muchos países todavía parecen pasmados por lo que ocurrió hace más de un año. Ese pasmo es el que está permitiendo que Estados Unidos haga y deshaga en la política mundial con acciones tan desacertadas que está abonando el terreno de atentados venideros y guerras predecibles.



Es este desfase entre la acción pública y el alcance de los acontecimientos históricos que estamos viviendo lo que permite afirmar que hay un agotamiento casi total de las grandes ideas (esas que cambian los países) en nuestra clase dirigente, acostumbrada hasta ahora a administrar un modelo concebido hace 40 años, que se solaza y enorgullece por haber otorgado legitimidad democrática a un sistema que antes repudiaba y que 12 años después sigue revelándose incapaz de cambiar aquellas cosas que aún dice repudiar (ahí está la campaña por las mezquinas y poco ambiciosas reformas constitucionales).



Es muy probable que no sea el momento de los grandes cambios, pero sí es la hora de que exista un mayor dinamismo intelectual y una renovación del discurso público. De lo contrario, Chile está condenado a seguir entre los países de segunda división. Ya no la económica, sino la segunda división mental.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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