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El escándalo mexicano del padre Amaro

La cinta subraya que los impulsos biológicos, culturales y psicológicos que caracterizan el comportamiento humano en toda su diversidad -incluido el ingrediente sexual- son también válidos para explicarse las virtudes y defectos, grandezas y miserias de otros seres humanos, como son los sacerdotes.


Recientemente se estrenó en Chile la película más reciente del cineasta mexicano Carlos Carrera, El crimen del padre Amaro, basada en un relato del escritor portugués José María Eca de Queiroz, originalmente publicado en 1875 y adaptado para esta cinta por Vicente Leñero, un autor cristiano, mexicano también, y que ha estado muy vinculado personal y literariamente a los asuntos religiosos.



La cinta, cuyo estreno en México fue precedido por una intensa polémica y después por un considerable éxito de público, aborda los comportamientos sexuales de un sacerdote católico, y contiene escenas que para dirigentes eclesiásticos, líderes partidistas y grupos mexicanos como Pro Vida, una organización antiabortista, constituyen «una blasfemia y un ataque directo contra las creencias más sagradas de los católicos».



Aunque no es la primera vez que la derecha radical mexicana impugna películas, acciones educativas, exposiciones artísticas, libros o programas de televisión que, según afirman, atentan contra los valores que dicen representar, ¿por qué en esta ocasión el volumen de su queja fue mayor que en otras ocasiones? ¿Qué nuevos argumentos han expuesto, más allá de recurrir a ese legado decimonónico que es la muy vaga idea de la «moral y las buenas costumbres»?



Hay dos cosas que probablemente contribuyan a explicar la molestia del episcopado mexicano y organizaciones afines con la exhibición de la cinta. Quizá como nunca antes, desde hace apenas unos cuantos años la iglesia católica parece recibir un nivel mucho mayor de escrutinio público respecto de algunos de sus problemas internos más delicados, los cuales si bien afectan solo a un número minoritario de sus miembros han dañado una parte de su respetabilidad institucional y puesto el dedo en la llaga sobre qué hacer con temas tabúes como la vida sexual, la castidad o el celibato de los sacerdotes.



Los escándalos surgidos en numerosas iglesias católicas en otros lugares del mundo debido a los casos de pedofilia cometidos por algunos curas y obispos destaparon una caja de Pandora no solo desde el punto de vista legal, pues no pocos párrocos han sido condenados judicialmente por ese ilícito, sino también desde una perspectiva moral al haberse producido sospechas de que en determinados casos la jerarquía intentó encubrir tales conductas imponiendo sanciones menores a los pedófilos, ocultando los hechos a la autoridad o simplemente cambiando de parroquia a quienes habían incurrido en ese tipo de delitos.



Pero la complejidad del asunto no termina allí: como lo muestran un par de espléndidos ensayos de Garry Wills, profesor de historia de la Northwestern University y autor del libro Why I am a catholic (2002), la incidencia de la pederastia y sobre todo su divulgación con tanto impacto mediático ha empezado a cuestionar los resortes psicológicos más arraigados en que se funda la formación vocacional y el celibato, y a develar el lado misterioso y oscuro de la vida de personalidades tan singulares como las de quienes eligen el sacerdocio. (The New York Review of Books, 23 de mayo y 13 de junio de 2002).



Cuando una película como la de Carrera, que describe -con sentido del humor, por cierto- una historia de amor, sexo, aborto e imaginería religiosa entre un cura joven y una mujer, actualiza, en un contexto como éste, una vieja historia del siglo 19 y encuentra un campo fertilísimo para sembrar una percepción más racional y más terrenal de ese lado misterioso y, por tanto, más cercana a la vida cotidiana de la gente común.



En otras palabras: la cinta subraya que los impulsos biológicos, culturales y psicológicos que caracterizan el comportamiento humano en toda su diversidad -incluido el ingrediente sexual- son también válidos para explicarse las virtudes y defectos, grandezas y miserias de otros seres humanos, como son los sacerdotes. Si el enojo de la jerarquía mexicana deriva de que tales escándalos o esta película minan o desmitifican la estructura de autoridad sacerdotal, debieran verlo exactamente a la inversa: como una oportunidad para depurar conductas delictivas o indebidas de algunos de sus miembros, para revisar tabúes hasta ahora inconmovibles o para cambiar principios tradicionales y adecuarlos al mundo del siglo 21.



La segunda razón que ha nutrido la posición de líderes eclesiásticos y de agrupaciones católicas es que la película se estrenó justamente cuando aún no se extinguía el aura emocional derivada de la visita del Papa a México. Como toda visita papal, provocó una impresionante movilización humana, estimuló una amplia expresión sentimental y espiritual y concentró casi enteramente la atención mediática. Pero tuvo dos ingredientes adicionales muy importantes: uno fue la reafirmación del catolicismo mexicano como religión mayoritaria a partir de una nueva incorporación al santoral de Juan Diego, una figura emblemática entre los creyentes mexicanos, y el otro fue la muestra de poder, así sea simbólico pero muy claro, que deriva de la forma en la que el presidente Fox recibió al Papa.



Los medios mexicanos destacaron que, al inclinarse ante el Pontífice y besar su anillo, Fox había actuado como católico y no como el jefe de un Estado laico.



Más allá del respeto a las creencias individuales de Fox o de los excesos de políticos y periodistas mexicanos que aseguraron que con esa actitud se acabó el laicismo -afirmación que es una desmesura- las relaciones entre la iglesia y el estado en México son relaciones esencialmente políticas en las que los gestos constituyen también un lenguaje, a veces más revelador que el trato institucional. En cierto sentido, la forma del encuentro inicial entre Fox y el Papa tuvo para la iglesia azteca un sentido históricamente reivindicatorio, que consiste en la aceptación pública y clara de su ascendencia espiritual en un país que la mantuvo proscrita por siglo y medio, y políticamente muy satisfactorio, pues ahora el Presidente de la República es un católico practicante que no rehuyó mostrarlo abiertamente.



Sin embargo, el hecho que a pesar de ese gesto sea ese mismo gobierno el que financie parcialmente -pues la película contó con financiamiento público- y el que autorice la exhibición de una cinta en la que se dramatizan las debilidades humanas de un cura, fue considerado por la jerarquía como una especie de traición. O por lo menos una contradicción inadmisible en un gobierno que apenas días atrás se mostró tan explícitamente hospitalario con la iglesia mexicana y con el jefe del Vaticano. Allí radica una de las razones que explican la irritación de los voceros episcopales.



Finalmente, hay que decir que tanto la jerarquía como los grupos laicos cercanos a ella sufrieron una derrota al no poder impedir que la película fuera exhibida, pero en la búsqueda de una iglesia más abierta, incluyente y tolerante, muchos piensan en México que esa iglesia debiera aceptar con mayor naturalidad, en pleno siglo 21, que los viejos argumentos del «sacrilegio» o la apelación a la «moral y las buenas costumbres» ya no funcionan en una sociedad globalizada y tecnológicamente sofisticada. Tan solo en dos de los principales motores de búsqueda en Internet hay más de 40 mil entradas relacionadas con la novela original o con la película; tuvo tal cantidad de atención en los medios que ha sido la película mexicana más exitosa en las últimas décadas, y seguramente será una de las más atractivas en los festivales internacionales de cine, como el de este año en Valdivia.



¿Qué sentido tenía entonces tratar de impedirla? Desde el punto de vista práctico, ninguno. Y mucho menos desde la perspectiva del ejercicio de las libertades a las que tiene derecho todo ciudadano. Es completamente legítimo que quienes ven afectadas sus creencias por el contenido de la película la rechacen, la critiquen, la califiquen con los peores adjetivos, eviten verla y traten que los demás no la vean. Pero ninguna de esas manifestaciones es justificación suficiente, política, moral o legal, para intentar coartar el derecho que otros tienen para acudir al cine si así lo deciden. Eso es incompatible con una libertad tan fundamental como escribir, leer, decir, expresar o ver lo que cada quien, dentro de la ley, prefiera.



Pretender cancelar un derecho ciudadano tan elemental sería tan grave como lo fue en otro tiempo la decisión de los antiguos regímenes comunistas en Europa del este de confinar o de plano prohibir la práctica de la religión católica porque atentaba contra los fines superiores del estado socialista, para el cual la religión era el opio de los pueblos. Ni los comunistas acabaron entonces con las creencias de los católicos, ni la jerarquía acabará ahora con la libertades de los ciudadanos.



Como escribiera hace unos años el crítico Jorge Alberto Manrique a propósito de la absurda confiscación que hizo un gobierno municipal en México de unas fotografías de desnudos: «impedir a alguien realizar una obra e impedirle a otro juzgarla por sí mismo es un atentado grave contra la libertad individual. Ahí está el meollo de la gran batalla que se dio en el siglo 18 entre la Ilustración y el oscurantismo, de la que todavía somos deudores».



En suma, la polémica mexicana mostró que quienes quieran defender sus creencias y libertades, la mejor manera de hacerlo es defendiendo las libertades y las creencias de quienes piensan distinto.



(*) Cientista político y profesor de relaciones internacionales en el Tecnológico de Monterrey. México. Fue embajador de México en Chile (1999-2001)



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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