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Las desigualdades que nos empecinamos en ocultar

Nuestro problema educativo como sociedad es primero y ante todo uno de carácter sociológico, y tiene que ver con la estructura de desigualdades y solo secundaria y derivadamente con la organización escolar, la gestión y la didáctica.


Los resultados de la última prueba del Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (Simce), que esta vez se aplicó a los alumnos de segundo medio, levantó la habitual algarabía: que los resultados son malos, que no mejoran, que las escuelas privadas son mejores que las subsidiadas, que así no vamos a ninguna parte.



Como ocurre con las tormentas primaverales, tras unos pocos días el ruido desapareció y todo volvió a su curso normal. Las posturas de indignación moral duran poco en Chile cuando se trata de asuntos educacionales.



De cualquier forma, en medio del breve pero intenso ruido, una vez más primó la ceguera selectiva. Es decir, nadie quiso mirar las causas de los mediocres resultados.



Un simple cuadro basta, sin embargo, para aproximarse a las causas.







¿Qué nos dicen estas cifras?



En primer lugar, nos muestran que los resultados promedio son altamente sensibles al grupo socioeconómico de origen de los alumnos. En lengua castellana, la diferencia de puntaje entre el grupo bajo y el alto es superior a 70 puntos, y en matemáticas supera los 90 puntos.



¿Se debe esto a que los jóvenes de clase baja son menos inteligentes o naturalmente más flojos que los jóvenes de clase alta? ¿Hay una explicación genética para estas diferencias? Por cierto que no es así. No existe un solo estudio serio en el mundo que muestre que la variabilidad innata de las inteligencias de las personas, que evidentemente existe, pueda producir esta diferencia abismante de resultados.



Por el contrario, la mayor parte de la diferencia debe atribuirse primero que todo al capital cultural inicialmente recibido por los alumnos en su hogar y, en seguida, al capital escolar específico adquirido durante la enseñanza primaria.



No es la inteligencia natural, por así decirlo, la que provoca tan dispares desempeños en las pruebas, sino la inteligencia cultivada, es decir, la que se desarrolla desde la cuna, con los estímulos y la atención parental, con las conversaciones familiares, con la riqueza y gradaciones del lenguaje empleado en el hogar, con las interacciones que allí se establecen, con el inicial acceso de niños y niñas a recursos formativos, con la posibilidad de asistir a un bien dotado y atendido jardín infantil.



Esa inteligencia luego se moldea a partir de esa potenciación inicial, en la escuela básica, donde el niño o niña adquiere las herramientas cognitivas y las disposiciones culturales y de comportamiento que les permiten aprender todo aquello que después pruebas como el Simce miden.



Sabemos que ya en cuarto año de la escuela primaria las pruebas del Simce registran, como un fino aparato de medición social, el diferente desempeño de niños con alto capital cultural y rápida adquisición de capital escolar -es decir, provenientes del grupo alto y medio alto- con respecto a aquellos que han quedado rezagados en cuanto a esa doble acumulación, es decir, los niños y niñas de los grupos bajo y medio bajo.



¿Qué más nos muestra nuestro cuadro?



Nos revela, en segundo lugar, que las diferencias de puntajes entre tipos de escuelas, una vez igualada la comparación por grupo de origen socioeconómico son dramáticamente menores.



En efecto, jóvenes provenientes de los hogares más pobres obtienen el mismo puntaje, tanto en lenguaje como en matemáticas, sea que vayan a liceos municipales o a establecimientos privados subvencionados. En el grupo medio bajo, los establecimientos privados subvencionados lo hacen algo mejor -entre 8 y 9 puntos de ventaja- que los liceos municipales. Y en el grupo medio, los liceos municipales superan a los colegios privados subvencionados por entre 2 y 5 puntos.



En el nivel de alumnos de origen alto y medio alto, los colegios privados pagados superan la marca promedio de los privados subvencionados por 8 y 15 puntos.



Se trata pues, cuando se compara entre tipos de escuelas, de diferencias menores, en cualquier caso, de diferencias incomparablemente menos agudas que aquellas que separan a los jóvenes dependiendo del status socioeconómico de sus hogares.



¿Qué significa esto?



Que a similar origen de clase o grupo social, las inteligencias tienden a funcionar educacionalmente dentro de un rango relativamente estrecho de diferencias, cualquiera sea el tipo de establecimiento en que las personas reciben su formación.



De modo que la idea, a veces defendida con brío por algunos, de que todo depende del tipo de escuela, se viene aquí abajo como un frágil castillo de naipes levantado sobre una mesa que se cimbra.



Ä„Qué duda cabe! La gestión de los establecimientos, su organización interna, la efectividad con que se desempeñan sus profesores, los métodos empleados, la interacción dentro de la sala de clase: todo eso tiene un efecto y debe ser preocupación constante de los establecimientos y la comunidad.



Pero lamentablemente, en el fondo, esos factores -por importantes que sean- tienen un poder explicativo y correctivo apenas pálido al lado del brutal contraste que introducen en el promedio de la juventud chilena las diferencias de origen social. O, si se quiere, de capital cultural heredado y del capital escolar específico adquirido durante los primeros años de la educación primaria.



Dicho en otros términos, nuestro problema educativo como sociedad es primero y ante todo uno de carácter sociológico, y tiene que ver con la estructura de desigualdades y solo secundaria y derivadamente con la organización escolar, la gestión y la didáctica.



Dicho esto, sobre lo que abundaré en columnas venideras, hay que clarificar, con igual fuerza, que así como no podemos descuidar los problemas de fondo, que justamente por eso son más difíciles y lentos de solucionar, tampoco podemos desatender los aspectos propiamente educacionales envueltos en los pobres resultados del Simce.



Debemos seguir adelante con las acciones de la Reforma, particularmente las que tienen la capacidad de contrarrestar los nocivos efectos de la desigualdad, como una mayor cobertura de la enseñanza preescolar, los programas especiales para establecimientos que atienden a los alumnos más vulnerables, el reforzamiento de la docencia en esas escuelas y liceos, la extensión de la jornada, la fijación de estándares más exigentes e incentivos para los profesores que logran mejores resultados.



Tenemos que hacer todo eso y, al mismo tiempo, sacarnos la venda de los ojos y abandonar la ceguera selectiva que insistentemente nos lleva a encubrir el mal que padecemos.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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