Publicidad

La buena política como antídoto de la corrupción

Debemos evitar caer en descalificaciones y desencuentros que nos impiden encontrar las sinergias que produce el diálogo constructivo y creativo entre quienes formamos parte de una misma coalición.


Tiempos difíciles, tiempos nauseabundos. Son muchas y variadas las representaciones que podemos utilizar para describir el estado de ánimo de quienes, eligiendo la política como vocación principal, somos salpicados por los hechos denunciados en los últimos días.



Se esperan muchas acciones y consecuencias a partir de estos episodios. Hasta ahora, debemos celebrar la reacción de los distintos actores que han formado parte del debate suscitado. Tolerancia cero, investigación a fondo «caiga quien caiga», modificación de nuestros dispositivos institucionales y de los marcos jurídicos para evitar que estos hechos se vuelvan a producir, precaución ante el riesgo de perpetuación en el poder, son todas ideas que apuntan en la dirección correcta.



Sin embargo, me temo que todas estas medidas surgen de la aceptación de que la política y el poder conllevan una fuerza corruptiva irresistible y, por tanto, bastaría con intervenciones en el ámbito institucional para evitarla o frenarla a tiempo. Desatendiéndose de esa manera, las connotaciones y posibles causas culturales de la corrupción.



Para ello, me parece esencial hacer un ejercicio deliberativo acerca de la naturaleza y sentido del ser y estar en política. Este ejercicio para que tenga valor necesita realizarse, en primer lugar, en el espacio que corresponde, es decir, entre los actores que componen la comunidad política. Por lo pronto, me atrevo a formular algunas aportaciones a este debate.



Lo primero, es aceptar la naturaleza dual de la política. Ello supone reconocer la doble dimensión de ésta. La política es -o debiera ser- una combinación de los siguientes elementos: idealismo (sueños) y pragmatismo (realidad); aceptación de la tensión entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad; dimensión teórica y práctica (ideas y acción), entre otras.



Cuando se apodera o impone en la política una visión unilateral, en uno u otro sentido, comienza ha desvirtuarse su verdadera naturaleza y emergen las prácticas deformadoras de la misma.



Desgraciadamente, todo parece indicar que en los tiempos actuales ello está ocurriendo. Cuando aceptamos que la política es el arte de lo posible, estamos limitando su alcance. Lo posible nos remite a lo probable y lo probable lo dicta la realidad. Entonces, el buen político es aquel que sabe interpretarla, renunciando a cualquier impulso transformador que surge sólo cuando se mira la realidad con sentido crítico para construir los proyectos que encarnen ideales.



Cuando la política se convierte únicamente en un mecanismo de realización individual y se desconoce que ésta sólo se alcanza trascendiéndose a uno mismo en otros, entonces, los incentivos y distractores que surgen de su ejercicio encuentran un terreno más fértil, generándose una mayor vulnerabilidad ante las tentaciones del dinero, del camino corto para ascender en la escala social y del poder.



Cuando la política minusvalora la importancia de las ideas y el contenido se abre el espacio al populismo, clientelismo, simplismo y se cierra las puertas a la meritocracia y a las exigencias de coherencia y consistencia de quienes la ejercen. La política no puede ser una actividad al alcance de todos, como lo puede ser cualquier otro oficio, ésta requiere de una envestidura ética e intelectual no fácil de satisfacer.



En consecuencia, si aceptamos que la popularidad de un político está garantizada a través del acceso a los cuarenta segundos de oro en la televisión, entonces, se desata una dinámica competitiva, en donde, lo que importa es identificar el recurso más efectista para asegurar esta cobertura medial, confundiéndose medios con fines.



¿Es por todo lo dicho la política una actividad para hombres y mujeres sin mácula? No, claramente no. Esta es una actividad humana y como tal, imperfecta; llena de contradicciones difíciles de resolver y, aún más, sujeta a una serie de desafíos que muchas veces contradicen la naturaleza del hombre.



Entonces de lo que se trata es de asumir simplemente su naturaleza dual y, por tanto, reconocer que hay una tensión dinámica en su ejercicio entre los polos señalados y que el esfuerzo debe centrarse en lograr una combinación y equilibrio entre ellos. Equilibrio que no es perfecto, puesto que en ninguna actividad humana éste es alcanzable, pero que sí debe tenerse en cuenta para lograr un mayor nivel de conciencia de los riesgos y desviaciones que conlleva cuando asumimos una visión reduccionista de la política.



Por eso, prefiero definir la política como el arte de hacer posible lo deseable, puesto que el componente de misión de la misma nos provee de herramientas para contener sus imperfecciones.



No basta con hacer un buen gobierno. No olvidemos lo que le pasó al PSOE en España que sólo después de veinte años pudieron celebrar en forma su ascenso al poder y que a pesar del tiempo transcurrido los españoles decían: ese gobierno nos pavimentó el camino al desarrollo, nos integró a Europa y nos dio bienestar, pero desgraciadamente terminó por la corrupción de sus gobernantes.



Afortunamente, en Chile aún estamos a tiempo para enmendar el camino, pero para que ello ocurra necesitamos sumergirnos en una revisión seria de lo que han sido nuestras prácticas políticas y del paradigma que subyace a éstas. La política como nos dice Fernando Montes necesita de más sueños e ideales y de menos bienes y medios.



Tiene la palabra la comunidad política.





(*) Investigador del CED, ingeniero comercial y doctor (c) en Management.



______________

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias