Publicidad

Cada 9 de noviembre

Hasta ahora sigo pensando, cada 9 de noviembre, en esa ceremonia tan profunda que recuerda a los millones que sufrieron el más horroroso desprecio humano. Es una conmemoración tan necesaria para que el pasado siniestro de cualquier país del planeta jamás sea una estatua erigida al olvido.


«Para muchos resulta muy incómodo recordar».
Imre Kertész (Premio Nobel de Literatura, 2002)






Hace dos años venía desde Gottingen en un tren blanco y bellísimo, casi supersónico, que me traía de vuelta a Frankfurt para tomar el avión de regreso a los Estados Unidos. Por la ventana pasaban paisajes hermosos mostrando la belleza natural del país, que aumentaba aún más por el tan organizado y meticuloso desarrollo alemán.



Aquel día no dejaba de pensar en el 9 de noviembre de 1989, como quizás lo haría gran parte de Alemania en ese momento. Fue cuando desplomaron para siempre una muralla que alteró ideológicamente a todo occidente y a los países del este europeo que vivían detrás.



Alguien me contó en Gottingen que en otro 9 de noviembre de 1938 una sinagoga fue quemada allí por lo nazis, en la que murieron muchos judíos. La hoguera anunciaba una de las épocas más tenebrosas del siglo 20. Serían los horrores que padecería todo un pueblo que vivía y rezaba de otra manera.



Pero esas llamas comenzaron a aumentar mucho más en los años que siguieron a 1938. A través de ellas miles y miles de judíos (pero también gitanos, homosexuales y comunistas) ingresaron en trenes, y amontonados como animales, a los paisajes horrorosos del infierno.



El día 9 de noviembre de cada año, en el antiguo lugar donde estuvo la sinagoga se congregan cientos de personas a escuchar y sentir una de los más profundas ceremonias que he presenciado, como extranjero y visitante de paso, en territorio alemán.



Alguien me fue traduciendo al español y en susurros toda la ceremonia. Hacia frío ese día martes 9 de noviembre de 2000 a las 6 de la tarde. La antigua sinagoga había sido reemplazada por un monumento cuyo diseño simbolizaba muchas cosas.



Había un pequeño subterráneo donde había placas con cientos de nombres. Sobre ese pequeño hoyo semicuadrado se veían unas vigas de metal (podría asegurar que representaban rieles de trenes) que entrecruzadas formaban pequeños rectángulos. Sobre ellos, una bella escultura de metal plateado se veía perfectamente como la estrella de David, observándola desde el sótano hacia arriba.



El frío de aquel 9 de noviembre de 2000, 62 años después, no parecía entrar por las gruesas ropas de las 600 personas (eso dijo el diario de Gottingen al día siguiente) que de pie escuchaban la ceremonia. Yo imaginaba que seis décadas atrás aquel mismo frío traspasaría como cuchillos los esqueléticos cuerpos de miles de judíos que durante los años ’40 eran enviados en trenes desde los ghettos a los campos de concentración.



El viaje duraba tres horas desde Gottingen. Se salía de un lugar no muy lejos de la calle ahora llamaba Platz der Synagoge.



Todo comenzó a las seis en punto con una melodía tocada en flauta durante cinco minutos: «Eli, Eli», canción tradicional hebrea. Luego, y por varios minutos, continuó lo que ellos llamaban «Vergessene Namen«. Se nombraba primero una calle de la ciudad, y luego nombres y apellidos de judíos que la policía nazi había detenido. Después se mencionaba el lugar donde toda esa gente había ido a parar. Finalmente la voz decía: «asesinado en Dachau» o «desaparecido».



Fueron muchísimos nombres. Una letanía de apellidos como un largo collar de identidades mencionadas minuto tras minuto.



Una historia horrorosa se iba develando entre líneas, en esa repetitiva cadena de nombres y apellidos. Muchas personas se suicidaban en sus casas antes de ser detenidas por los nazis. Las edades de todos esos suicidas iban de 60 años y más.



A través de esa letanía uno se imaginaba a cientos de personas con rostros angustiados, o una larga caravana de gente por esas calles, apuntadas con pistolas o fusiles para subirlas a empujones en los trenes con destino al infierno. Luego en un intervalo -para respirar o suspirar por tantos nombres escuchados y los destinos inciertos de tanta gente- una voz continuaba: «Sarah y Jacobo Zimmerman fueron arrestados en junio de 1942, enviados al guetto de Varsovia y al campo de concentración de Flossenbürg. Desaparecidos». La última melodía que tocó la flautista fue triste y melancólica . Se llamaba «Ghetto» y era de un autor anónimo.



La ceremonia terminó con una oración cantada por un sacerdote. En cada pausa, una mujer muy joven (nacida en Chile, me dijeron después) mencionaba cada campo de exterminio nazi. Conté exactamente 18 campos.



Cuando finalizó la ceremonia, muchos se fueron cabizbajos a sus casas. Algunos bajaron al sótano a saludar a ciertas personas. Me señalaron a una mujer. Era quizás de 80 años, cabello blanco y mejillas rosadas que sonreía con mucha tranquilidad. «Ella fue una sobreviviente del campo más horroroso de los 18 campos de concentración nazis: Auschwitz», me explicaron.



Hasta ahora sigo pensando, cada 9 de noviembre, en esa ceremonia tan profunda que recuerda a los millones que sufrieron el más horroroso desprecio humano. Es una conmemoración tan necesaria para que el pasado siniestro de cualquier país del planeta jamás sea una estatua erigida al olvido, tal como reitera en toda su obra el húngaro y reciente Premio Nobel de Literatura, Imre Kertész.



En mi viaje de regreso en aquel tren velocísimo y cómodo, seguía sin embargo tratando de conectar el incendio de la Sinagoga hace 62 años y el desplome de la Muralla de Berlín solamente once años atrás, pero lo único que pasaba por mi mente era la melodía melancólica y triste de «Ghetto» en una tarde en la que el frío de Gottingen traspasaba implacable.



_____________




(*) Escritor y académico chileno residente en EEUU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias