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El drama de los migrantes ilegales

María nunca me contó exactamente cómo cruzó la frontera de México con su entonces esposo y sus cuatro hijos…


En Perú tres de cuatro peruanos son pobres o extremadamente pobres
Informe de la CEPAL 2002




Un reciente artículo sobre el drama de los migrantes peruanos en Chile apareció este 12 de noviembre en el diario La Republica de Perú, escrito por Gustavo Espinoza. También en diarios chilenos han aparecido durante este año otros reportajes sobre las oscuras vidas que están pasando casi 70 mil peruanos. En 1994 eran 8 mil y en 2001 subieron a esa última cantidad.



De ese total, el 60 por ciento son mujeres que tienen entre 17 y 50 años. Sólo 5 mil gozan de alguna solvencia legal y económica pero la mayoría de los 70 mil vive en condiciones ilegales. Su única fuente de trabajo proviene del sector servicios. Las mujeres trabajan como «asesoras del hogar», u otras actividades aún menos calificadas. Los hombres en la construcción, la industria textil, la minería y en labores agrícolas.



Pero en general son trabajos «temporeros». La mayoría de esos migrantes recibe 200 dólares al mes. Los bien remunerados llegan a 400 dólares. No tienen ningún beneficio social ni médico si los que tienen niños se enferman, o cualquiera que sufra algún accidente grave en su trabajo. Junto a lo anterior hay que agregar la no oculta discriminación chilena por ser esos peruanos «demasiados oscuros» de piel.



El artículo señala que las condiciones de los migrantes peruanos es de una explotación abierta, pero reconoce también que entre ellos hay actividades ilegales y delictivas. Es que el modelo neoliberal chileno -como otros en el mundo- resulta implacable para los migrantes pobres.



Y seguirá siendo más duro para ellos, especialmente en la actual economía latinoamericana donde la pobreza no ha parado de crecer. El último y reciente informe de la CEPAL dice que América Latina tiene 241 millones de pobres, y que sólo entre 1990 y 2001 éstos aumentaron en 10 millones. También indica que para el año 2002 el aumento de la pobreza será aproximadamente de 7 millones de personas.



La siguiente historia de una migrante salvadoreña en Estados Unidos -María Rodríguez- a quien conocí personalmente, me parece tan universal en estos momentos porque no es de ningún modo diferente de las vidas de esos migrantes peruanos en Chile ni tampoco de otros migrantes que en estos momentos están ilegalmente cruzando a otras naciones para salir de las miserias de sus propios países. Su historia es la siguiente.



«María nunca me contó exactamente cómo cruzó la frontera de México con su entonces esposo y sus cuatro hijos (el mayor tenía solo 11 años y hacía solamente 18 meses que habían llegado a Estados Unidos en forma ilegal). El año pasado hablé algunas veces con ella pues era la encargada de limpiar los pisos y hacer el aseo de las oficinas de nuestra universidad aquí en Connecticut. María tenía 47 años, era bajita y de ascendencia indígena.



A los doce meses de llegar, su marido se regresó solo a El Salvador por razones aún desconocidas. Ella se quedó viviendo con sus hijos en la parte más marginal de la ciudad de Bridgeport, estado de Connecticut, que en los años 30-60 fuera una próspera ciudad industrial del Este norteamericano (aquí se inventó y se produjo industrialmente la máquina de coser manual marca «Howe» y la ciudad fue la cuna del más espectacular circo del mundo que inventó las cinco pistas simultáneas de actuación: «el circo Barnum»).



Aun así, la migración a EEUU nunca ha parado ni porque se vayan las industrias a otro lugar o por más control que ponga el Departamento de Inmigración Norteamericano en sus fronteras. Y continua porque siempre hay «trabajo barato» desde es punto de vista anglosajón, y «mejor que en mi país» desde el punto de vista del ilegal. Los trabajos que hacen están en los denominados «servicios»: limpiar, lavar, cocinar, coser ropa, recoger frutas o verduras, etc. En definitiva viene a ser, por donde se le mire, un trabajo de «maquiladores» en territorio norteamericano.



Aun cuando reciban entre 5 a 8 dólares por hora no tienen derecho a ninguna seguridad social ni menos asistencia médica (únicamente la más elemental, pero no si deben operarse del corazón, por ejemplo). De allí que su vida aquí gira en torno a hacer dinero, enviar un poco a su familia en su país de origen, pasar todo el día trabajando y vivir casi siempre aislados del mundo anglosajón por la falta de inglés. ¿A qué hora podrían estudiarlo?



María Rodríguez trabajaba desde la cuatro de la tarde hasta las doce de la noche limpiando oficinas. Sus cuatro hijos los cuidaba alguna persona (igualmente hispana) a la que María le pagaba casi la mitad de los siete dólares que ella ganaba por hora. Por meses siguieron viviendo en el lugar más abandonado y precario de Bridgeport y sin ninguna posibilidad de buscar algo mejor.



A los quince meses de estar en ese ritmo, María intuía que su vida futura iba a ser lo mismo. Como si estuviera continuamente cayendo a un pozo oscuro junto a sus hijos. No encontraba por ningún lado aquel sistema que vio (o se lo hicieron imaginar allá en El Salvador) como el lugar utópico para realizar el «sueño americano». ¿Qué haría María los sábados o los domingos con sus hijos?



Quizás el típico viaje a una iglesia con misa en español que no pudo, a pesar de su gran fe, sacarla de aquel pozo oscuro. Luego de la misa irían a un Mc Donald. Con el poco salario sólo podían quedarse luego mirando la televisión hispana que, al igual que otros programas televisivos de América Latina, repiten telenovelas o las bellas imágenes de Acapulco, Cancún, con hermosa gente bronceada.



O verían bellas ciudades norteamericanas que María y sus hijos aún no encontraban por ninguna parte en los propios Estados Unidos. Ella no iba a ser nunca parte de lo que la televisión le mostraba. «Menos mis hijos», pensaba María.



Dicen que María, como a eso de las dos de la mañana, 18 meses después de llegar a Estados Unidos, junto a sus cuatro hijos, se fue caminando por la vía férrea en Fairfield. Aun nadie, ni sus escasos conocidos, supieron explicar qué andaba haciendo en ese lugar y a esas horas. Como a las 2:30 de la mañana, según el informe que luego dio el maquinista del tren, vio a una mujer que corría con cuatro niños junto a ella.



Corrían en dirección hacia donde venía el tren. En cosa de segundos la máquina los arrolló a todos juntos. Sus hijos murieron pegados a sus vestidos. Tampoco quedó claro si ella quiso suicidarse como ocurre en otros países nuestros allá en el sur del mundo, cuando la gente dice que se «va a tirar al tren» para terminar con el sufrimiento que les produce la vida.



Dos días después de su muerte, alguien puso unas flores en la línea férrea. Yo, al saber de la tragedia, también puse cinco hermosos claveles rojos. Por una semana vi como esas flores iban pasando de su frescura inicial a marchitarse finalmente. Pasaron los días, los meses y nadie volvió a poner flores nunca más».



* Javier Campos es escritor y académico chileno residente en EE.UU.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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