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Porca miseria

Fue en la Escuela de Periodismo de la UC donde aprendí lo que era la arbitrariedad y el abuso acaramelados con una palabrería de polleras o sotanas. Era la Pontificia, con el cura Medina bendiciendo las expulsiones y los apaleos.


La Escuela de Periodismo de la Universidad Católica invitó a sus ex alumnos a una cena, el miércoles 4. Soy uno de esos ex alumnos. E imagino esa típica reunión de camaradería que por lo multitudinaria termina anulando los verdaderos afectos que, a la larga, son siempre pocos. Aprovecho entonces: me excuso aquí de asistir. Excusa cortés, pero también ligeramente rabiosa por mis recuerdos de por allá.



Tuve la suerte de ingresar en 1980. Suerte por los compañeros de promoción. Me saqué la Lotería: allí aprendí la nobleza de la amistad, cuando ya no basta con el patiperreo adolescente y los afectos se van cargando de sedimentos.



Lo otro, salvo contadas excepciones -Marinello, Ä„sos grande!, Gustavo y los Óscares- era la fauna de la intriga y el cinismo.
Ese año mataron -murió víctima de las torturas a que fue sometido- a José Eduardo Jara. La Escuela fue incapaz de sacar una declaración de condena, salvo un grupo de alumnos -recuerdo a Andrea Vial y Cecilia Serrano- y un par de profesores.



Precisemos: fue una declaración a título personal, ya que la Escuela no prestó su pinche timbre para redactar siquiera una exigencia de explicación, que imaginar una demanda de justicia era inverosímil.



Al año siguiente, cuando quisimos conmemorar el aniversario de la tragedia instalando un diario mural con los recortes de los artículos de prensa publicados sobre el caso, el entonces director, Mario Urzúa -del que podría escribir «un pobre tipo», pero es mejor «un pobre ave»-, ordenó arrancarlo y «hacerlo desaparecer» bajo el argumento que «los diarios duran sólo un día».



Alternadas con las pichangas estaba siempre lo otro: el soplonaje y, por cierto, la censura, ya tan cara e instituida como criterio del buen periodismo. Todavía guardo un par de trabajos con nota sobre 6 con la siguiente leyenda: «buen título, buen reporteo, bien escrito, entretenido, pero no publicable». ¿Publicable dónde? ¿En el diario mural de Mario Urzúa?.



Fue en la Escuela de Periodismo de la UC donde aprendí lo que era la arbitrariedad y el abuso, acaramelados con una palabrería de polleras o sotanas. Era la Pontificia, con el cura Medina bendiciendo las expulsiones y los apaleos. La anécdota tiene título de cuento de García Márquez: «el alumno que expulsaron porque era alto». Pero no es un cuento.



Muchos lo han olvidado. Yo no. Se llamaba Edmundo Urtubia, era delegado de primer año, alto y flaco, catolicísimo y bueno como el pan. Un día expulsaron -otra vez- a un grupo de alumnos del Campus Oriente. Él estaba en la lista. Obviamente se trataba de un error. El propio rector, Jorge Swett, el ex almirante convencido que la Universidad era La Esmeralda, pero en los tiempos en que en la Dama Blanca se torturaba, le dio personalmente la explicación:



– El problema es que eres alto -le dijo-. Yo tengo dos problemas: soy alto y además pelado. Somos fácilmente distinguibles en una multitud. Alguien te vio en una manifestación, dio el dato, y como había que echar a alguno de esa escuela que está un poco díscola, te tocó a ti.



Urtubia ni siquiera había participado en la manifestación. Había pasado por allí, se había quedado mirando y, en efecto, para desgracia suya, era alto.



El rector se amparaba en su sentido de autoridad. No podía aparecer cediendo.



Al final, y porque reconocían la injusticia, las autoridades de la Pontificia Universidad, como en una reedición de las prácticas de la Inquisición, le ofrecieron esa salvación que pasa por la humillación a Urtubia: que esperara tres semestres separado del plantel para ser reintegrado a condición de que se callara la boca.



En general los hombres buenos son, a la vez, firmes. El muchacho rechazó el trato vejatorio y se quedó sin poder estudiar lo que quería y se había ganado (en esa época las escuelas de periodismo eran sólo dos, y el puntaje de ingreso era alto).



En esas cosas pienso cuando rememoro a mi escuela. A mis amigos de allí, en cambio, tiendo a recordarlos en algún acto de camaradería, en una charla en los patios, en ciertas complicidades querendonas, en las lecturas que intercambiábamos, en su nobleza que en esos tiempos de apremio y garrote dividían a Chile en dos: contra o a favor de la dictadura. Estábamos en contra. La Escuela, como la Universidad Católica, a favor.



Por eso lo primero que me nació cuando recibí esta invitación fue, justamente, convocar a una reunión -otra- de amigos de estudio. A los otros los veo poco y nunca. Los saludo porque soy un caballero. Me basta con eso.



Por cierto: a la hora de los brindis no quiero entrechocar mi copa con algunos que me confirmaron en la idea de que el poder en manos de gente torcida es de lo más peligroso que existe.
Prefiero a mis amigos. Y recordar, con gesto sombrío, que mucho aprendí de casos como el de Urtubia y Jara. Esos fueron nuestros tiempos. Para nuestra desgracia.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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