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Los otros «padres de la patria»

Los colonos alemanes no fueron otra cosa más que chilenos desde la primera hora -chilenos a ojos cerrados-, que como tantas otras personas soñaron un país distinto, que dieron su lealtad, su disciplina y su enorme tesón, en pos de cosas mejores que las que ellos habían dejado atrás.


Cuentan Philippi y Pérez Rosales que la zona del Lago Llanquihue era frondosa, impenetrable y desconocida. Que ni los mapuches iban por allí porque habitaban ciertos espíritus del lago a los que no les gustaba que los molestaran. Tanto el alemán como el chileno eran hombres racionalistas que no creían en leyendas. Y hace 150 años, con la complicidad de unos alemanes esforzados, corrieron el telón que ocultaba a Chile y al mundo el Lago Llanquihue.



La Deutsche Welle ha hecho un importante despliegue informativo con motivo del 150ÅŸ aniversario de la llegada de los colonos alemanes a Llanquihue. El jueves 28 difundieron un mensaje del Presidente alemán Johanes Rau y también entrevistaron al Presidente Ricardo Lagos a quien le preguntaron sobre los principales aportes que los alemanes han hecho a Chile:



– Los colegios, el kuchen y la cerveza- contestó el Presidente Lagos.



Parece que la respuesta del Presidente causó cierta sorpresa y fue muy comentada durante los actos de homenaje que se celebraron en Puerto Montt. Claro, al Presidente se le olvidó mencionar las salchichas, el kochkässe, la sopa de cerveza, la Confederación de Compañías Chileno-Alemanas de Bomberos, los lomitos de la Fuente Alemana y los perros pastores alemanes.



Me cuentan que Martín Ercoreca, que es comandante de los bomberos de Melipulli (nombre que daban los aborígenes a Puerto Montt), andaba muy ofendido por estas omisiones presidenciales.



No entiendo cuál puede ser la razón de esta visión presidencial tan superficial de la aportación alemana en Chile. Ya no se trata de rescatar los trabajos desarrollados por los alemanes y sus descendientes en los diversos campos del quehacer nacional (por citar un ejemplo rápido, ahí está el médico osornino Julio Schwarzenberg Löbeck, hombre fundamental en la historia de la Pediatría chilena), tarea que me parece absurda porque, como decía el embajador alemán en Chile, Georg Clemens Dick, en una reciente entrevista con el diario El Llanquihue, «cada uno debe decidir libremente cómo siente y define su identidad».



Hoy la mayoría de los descendientes de los colonizadores, ya sea por la vía del mestizaje o por otros caminos, hemos hecho nuestro el discurso de don Carlos Andwandter cuando prometió aquello de que seríamos «chilenos honrados y laboriosos como el que más lo fuere».



Pero el jueves pasado no se trataba de rendir un reconocimiento a lo bien mezclados que estamos los chilenos con sangre alemana -y que a lo mejor sólo hemos dejado colegios, kuchenes y cervezas a este país-, sino a los colonos alemanes que llegaron hace 150 años y que no tenían ni escuelas, ni comida, ni agua potable. Por eso la respuesta del Presidente es patética, porque la verdad es que esos colonos esforzados lo que realmente hicieron fue entregarle a Chile la soberanía sobre estos territorios, un aporte tan sustancial que bien merece que a ellos también los consideremos entre los «Padres de la Patria», como O’Higgins, Carrera o San Martín.



La soberanía frecuentemente sólo se entiende en términos militares. Si Vicente Pérez Rosales o Bernardo Philippi hubiesen contratado un regimiento de mercenarios de Hannover o de Hesse -como los que lucharon en Norteamérica o con Napoleón, por ejemplo- que ocupara por las armas esta región de Los Lagos, haríamos actos anuales donde les pondríamos condecoraciones y figurarían en páginas destacadas de la Historia de Chile como sucede con mercenarios tan ilustres como Lord Cochrane, Mackenna o el mismo Ambrosio O’Higgins.

Pero no fue así. Los colonos eran artesanos, campesinos, algún técnico y un farmacéutico metido en política que era el propio Andwandter. Nunca les cupo la tentación de fundar aquí la República Alemana del Volga, entre otras cosas porque cuando llegaron a Puerto Montt los medios de subsistencia eran tan precarios que no les quedó otra alternativa que agarrar sus gualatos y empezar a abrir senderos.



La construcción de la primera senda de Puerto Montt al Lago Llanquihue fue como hacer la carretera Austral pero en el siglo XIX y sin maquinaria. Eran 19 interminables kilómetros de bosque virgen que hubo que quitar a mano entre 40 personas. Me extraña que Lagos, que fue ministro de Obras Públicas, no se diera cuenta de la dificultad que eso representa.



Pérez Rosales y Philippi habían prometido maravillas que no eran del todo reales. Prometieron libertades republicanas y religiosas e igualdad ante la ley. Pero aquella promesa resultaba banal en un territorio inexplorado e inexpugnable que no era Santiago, ni Concepción ni Valparaíso, donde apenas se había oído hablar de Chile, que no era más que una selva que estaba geográfica y políticamente descoyuntada del resto de la república.



Entre las enormes penurias de aquellas épocas se cuenta que, al cabo de un año de su llegada a Puerto Montt, la ayuda alimentaria del gobierno chileno se acabó y los colonos tuvieron que desenterrar las papas que ya estaban brotando para comérselas y no morir de hambre.



Es probable que pasaran 30 o 40 años hasta que el primer hijo de un colono pudiera disfrutar de las promesas republicanas de los agentes de colonización chilenos. Pero todo ese tiempo se lo pasaron construyendo caminos, preparando terrenos para cultivos, metiendo esta zona en las cartas geográficas, trayendo aquí las letras y los números, su fe religiosa, sus costumbres y levantando molinos y chacras. Todo eso se convirtió con el paso de los años en colegios, kuchenes y cervezas. Pero sobre todo desembocó en que Chile pasó a dominar una extensa zona de territorio que bien podía haberle sido sustraído por otra potencia o por los espíritus del lago.



Los colonos alemanes no fueron otra cosa más que chilenos desde la primera hora -chilenos a ojos cerrados-, que como tantas otras personas soñaron un país distinto, que dieron su lealtad, su disciplina y su enorme tesón, en pos de cosas mejores que las que ellos habían dejado atrás. Y por eso, por un simple acto de justicia, correspondía recordar su gesta 150 años después con la máxima dignidad.



Es una pena que el Jefe de Estado sólo tenga recuerdos folclóricos de esta parte tan rica de la historia de Chile y ni siquiera se acuerde de que durante muchos años la Fundación Friedrich Ebert -que lleva el nombre del Presidente socialdemócrata que en 1922 convirtió el Deutschland Lied de Haydn en el himno oficial alemán- financió generosamente a los políticos chilenos del ámbito socialista, como la Konrad Adenauer lo hizo con los demócratacristianos. Una pena, sí señor.



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