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La República Oligárquica de Chile, 1990-2006

Chile es una república oligárquica y la crisis de la Concertación es la de una parte de ese modelo. Si la Concertación desea refundarse tiene que aprender de su propia historia como coalición política.


Chile es una república oligárquica y la crisis de la Concertación es la de una parte de ese modelo. Si la Concertación desea refundarse tiene que aprender de su propia historia como
coalición política.



Cuando el año 1988 la dictadura fue derrotada y Pinochet obligado a retirarse a sus cuarteles, el conglomerado vencedor exhibía una potente variedad social y política. El arcoiris reflejaba una enorme cantidad de matices, incluido aquel de los movimientos sociales. El sueño de la igualdad ciudadana llenaba el fervor del nuevo gobierno, y no se trataba sólo de recuperar la formalidad democrática sino de inocularle equidad y justicia social al sistema económico.



Sin embargo, en ese mismo momento, empezó a gestarse la contrarreforma del «orden interno» en la coalición, que generaría la recomposición oligárquica de la elite de la Concertación.



El primer principio disciplinario fue el aplicado al movimiento social, el cual no podía desbordarse en sus demandas. Sólo que se le abandonó. De la noche a la mañana se diluyeron las interlocuciones entre movimiento de base y dirigentes políticos, tan fluidas en la etapa previa. Hoy es común que un dirigente barrial diga que «valíamos más cuando estábamos en la dictadura».



Un ejemplo que resume esto fue la organización de un Foro Nacional de ONGs impulsado por Rodrigo Egaña, destinado única y exclusivamente a «empadronar» la ayuda internacional y determinar una forma de control de ella, con lo cual dejaron sin recursos de la noche a la mañana a cientos de programas de la propia sociedad civil.



El segundo principio disciplinario, fundamental en los inicios del período Aylwin, fue el alineamiento absoluto con la voz oficial. Nadie se podía salir de la línea cuya ejecución estaba a cargo de la troika de oro del ejecutivo: Foxley, Boeninger y Correa. Ese núcleo dirigió con mano férrea las relaciones con el gobierno haciendo que la articulación política pasara, rápidamente, desde la calle hacia espacios privados, en dónde efectivamente se podía controlar la recomposición del mapa político de la Concertación. Los múltiples círculos privados que entonces se formaron, se relacionaban todavía de manera informal entre sí, y eran premiados con su ingreso al Estado, entonces lleno de oportunidades y de cargos. A estos círculos se ingresaba con el santo y seña de la amistad o la relación familiar, y mucho menos al amparo de las confianzas políticas ganadas en la lucha contra la dictadura o de posiciones programáticas afines.



Este es el ejemplo más claro en la historia de Chile sobre cómo se construye una oligarquía política, que en muchos aspectos fue una recomposición con principios de cooptación interna y aceptación social.



Ya en pleno gobierno de Frei, viene la consolidación oligárquica, ejemplificada en el triunfo del círculo de hierro de amigos del Presidente -y dentro de éste, de los con menos lealtades políticas- y el ascenso definitivo de una parte de la antigua generación de la Patria Joven de la DC, los ex MAPU, mayoritariamente ahora controlando el PS y el PPD, capitaneados por José Miguel Insulza. De arcoiris a la Concertación ya no le quedaba nada y es evidente que una parte del pensamiento progresista estaba fuera de ella.



En este período los partidos políticos desaparecen totalmente como formas orgánicas sociales, paradojalmente un viejo anhelo de la dictadura, y se transforman en sectas de amigos sin ningún control democrático ni responsabilidad ciudadana. Sus jefes usan como mecanismo de punición el poder que les otorga el control de la administración pública y buscan de manera compulsiva los medios de comunicación y la imagen publicitaria como el gran resorte político. Es la etapa de oro del PPD, el partido «Cero»: cero programa, cero lealtad, cero democracia interna.



La desafección ciudadana de la política y de la Concertación dio origen a un tibio debate, rápidamente disciplinado desde La Moneda, y respecto del cual el líder natural de la izquierda concertacionista guardó distancia, como es habitual en él. La gente tiene razón, se llamaba el documento de los autoflagelantes, calificado por un ex diputado DC como una respuesta de resentidos políticos no invitados al documento escrito por Boeninger y asociados «La fuerza de nuestras ideas», que en la práctica resultó la voz oficial del gobierno. Lo que menos ocurrió fue un debate de ideas, porque «eso daña al gobierno y nuestra imagen de coalición». De ahí para adelante, ninguna idea, ningún debate. Sólo la preocupación, por cierto muy legítima, sobre cómo ganar las elecciones presidenciales.



El gobierno actual es la expresión madura de ese estilo oligárquico. El gobierno se ha separado totalmente, aunque ello no sea definitivo, de su base de sustentación política para adoptar sus decisiones. Y el círculo de asesores presidenciales, en vez de ser una ayuda, es un feroz instrumento de desconfianza frente a los partidos y exhibe de manera impúdica su poder. Es, en perspectiva histórica, un gobierno más de la historia oligárquica de Chile.



Ninguno de los debates de la coalición trasuntan posiciones, ni impulsan un sentido del orden político capaz de orientar al gobierno. Los partidos de la coalición más parecen un estorbo que un soporte. La noción de influencia política parece ser aborrecida en La Moneda, inutilizando un inseparable instrumento de orden político para toda coalición, y afirmando la idea de un Presidente solo, más allá de toda terrenalidad política.



El ambiente actual está cargado de premoniciones oligárquicas. Se multiplican las reuniones privadas y las conjeturas acerca del nuevo gabinete. Hay un tufillo a cargada mexicana en el ambiente, esa vieja práctica del PRI , cuando se acercaba un cambio de gobierno, muy bien aprendida por los exiliados que vivieron allá. Todos quieren estar, no importa cómo se satisface a un príncipe que cambia de idea muy a menudo.



La vieja aspiración de una democracia participativa sustentada en sus inicios por la Concertación se fue diluyendo lentamente a través de sus gobiernos. Hoy queda el poder puro, expropiado por grupos o círculos privados. Sin afectos ni lealtades políticas, socialmente extraviado. Y se conjetura que el Presidente mira más allá de la coalición.



No es de extrañarse entonces que surja el populismo como alternativa. Aunque es la peor roncha contra la República oligárquica, también lo es contra una institucionalidad estable y una democracia sana.





*Cientista político y analista internacional

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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