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Reactivación política


En toda Latinoamérica hay mucha preocupación por la reactivación económica, del mismo modo que en la década de los ochenta ocurrió con el ajuste estructural. Tal vez esta preferente atención a lo económico, centrando la marcha de la sociedad en parámetros de productividad, tasas de interés, riesgo país y paridades monetarias -o sea, midiendo el todo por una de sus partes – explica que no se haya producido todavía en la región, por lo menos no completamente, el ajuste político, y asistamos, entonces, en muchas países, a una seguidilla de crisis políticas e institucionales con consecuencias económicas, sociales y de convivencia.



La recuperación económica de los noventa -llamada la «década de la esperanza»-significó un importante crecimiento del comercio, las exportaciones, la inversión externa y la modernización productiva, pero no fue acompañada de su necesario correlato político. Si bien el restablecimiento de la democracia fue un factor determinante para el crecimiento, su profundización y desarrollo institucional quedaron atrás ante la urgencia de mantener los parámetros económicos y las cifras. Se acometieron importantes reformas del sistema financiero, productivo y la apertura al exterior, pero se dejaron de lado las reformas al sistema de partidos y su financiamiento; a los sistemas electorales; la adaptación de la generación de las leyes al dinamismo de hoy; la reforma del Estado y no sólo su modernización, sincerar su costo, especialmente de la administración pública, la adecuación de la estructura pública y del gobierno a la apertura global; y muchas otras.



Como podemos apreciar en estos días, las crisis se han originado en las debilidades del sistema político, acarreando el repudio ciudadano a la política y un descrédito a la función pública. Así se origina y promueve, sin dudas, la emergencia del neo-populismo, un híbrido de derechismo-izquierdismo-proteccionismo políticamente irresponsable y nefasto, que en algunos casos puede ser más o menos ilustrado y revestido de fraseología mediática impactante, pero que en definitiva remiten todos a un diseño, deliberado o espontáneo, funcional a tesis involucionistas de la democracia y los derechos de los ciudadanos.



Este desenfoque y asimetría entre economía y política provienen de una falla de origen en la concepción del desarrollo a finales del siglo XX. Este se identificó a fondo con el crecimiento económico, sobredimensionando por tanto uno de sus componentes -imprescindible, por cierto- y traspasando al imaginario social y a los propios partidos la idea de que el derrame de los beneficios del crecimiento permitirían un bienestar colectivo respecto del cual el aparato público es casi irrelevante.



Se habló, claro, de reforma del Estado, pero entendiendo por tal su achicamiento y su repliegue, y no su fortalecimiento. Es natural que así haya ocurrido, por lo demás, porque en el mundo la ola venía de vuelta de las nefastas consecuencias de Estados omnipresentes y obstructores, cuando no definitivamente totalitarios.



La creencia de que sólo el sector privado es fuente de progreso, riqueza y bienestar se hizo dogma. La ciudadanía ha ido disociando de la gestión política el crecimiento y el goce de bienes públicos -como la libertad, la seguridad jurídica, los derechos civiles, las leyes para la igualdad, la apertura comercial, las relaciones exteriores y un largo etcétera- por lo que no reconoce en todo esto la labor de los partidos, del trabajo de las autoridades, parlamentarios o jefes de servicio.



Siendo así, por ejemplo: ¿Por qué pagar buenos sueldos a los presidentes, a los ministros o los jefes de servicio? ¿Por qué deben disponer de ciertos beneficios si se cree que ellos nada producen? Esta idea se refuerza, por supuesto, con los casos puntuales de corrupción o de abusos, pero, como decía el premio Nobel Joseph Stiglitz hace unos días, la probidad no es patrimonio de los privados y no es en el sector público donde se dan los mayores escándalos, como se vio en el caso Enron y tantos otros que involucran a empresas y gestores, por lo que es imprescindible mantener el rol del estado y de la función pública.



¿Qué significa volver a poner en simetría el desarrollo económico y el político? Fundamentalmente un consenso ciudadano, público y privado, para el fortalecimiento de las instituciones públicas en su función ejecutiva, legislativa, judicial, las competencias reguladoras que aseguren la libertad económica y el control de los actos públicos.



Pero no todos los políticos están por la labor. Hay sectores para los cuales la privatización de lo público es funcional a los intereses que defienden, ya que da más espacio a la discrecionalidad privada y debilita al único ente capaz de contrarrestar el poder económico que en definitiva se impone sobre los ciudadanos sutilmente a través del cobro de servicios, gestión de sus fondos y manejo de sus expectativas, y que es utilizado para apuntalar las opciones políticas tendientes a perpetuar la asimetría.



Por eso es necesario promover con fuerza y de cara a la ciudadanía, que todos los partidos, sin excepción, se reformen a sí mismos, se trasparenten las fuentes de financiamiento, se independicen de intereses corporativos y restablezcan el sentido ético de su acción, tanto en el fondo como en las formas.



Mirando el largo plazo y el bien común, es preciso llevar a cabo una labor pedagógica en la sociedad, teniendo el coraje de decirle claramente que es imprescindible fortalecer y mantener el sistema político y un régimen de libertades que tiene un costo, que se justifica plenamente, porque para la gente los beneficios económicos de un estado que funcione, regule y sea efectivo garante del bien común, son mil veces superiores a su costo. Y, por el contrario, el no invertir tiempo, energías y capacidad de propuesta en la reactivación política debilita la economía y hace perder los avances sociales de varias décadas, como lo demuestran ejemplos muy cercanos.



* Embajador de Chile ante la Aladi.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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