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Los miedos que nos acosan


Para la Concertación y sus partidos, el 2002 ha sido un annus horribilis. En él estalló la peor crisis por la que le ha tocado atravesar, teniendo presente que las causas de la misma ya existían desde hacía varios años. Las advertencias fueron desoídas por la cúpula dirigente del conglomerado gobernante, la cual incluso sometió toda crítica a duras descalificaciones.



Las consecuencias de lo sucedido no pueden ser más desalentadoras para la alianza, según lo demuestra la última encuesta de CERC. En ella se revela que la identidad pública de la Concertación se encuentra seriamente dañada ante la comunidad nacional.



La oposición de derecha, encabezada por la UDI, ha aprovechado la oportunidad para reforzar la necesidad de cambio de la cúpula gobernante, entendiendo por tal el que Lavín asuma la conducción del país, como si todo el problema se redujera a una simple cuestión de «turnos» para gobernar y las elecciones presidenciales y parlamentarias fueran un mero juego de ganar más compradores (votantes) para su mercancía: el candidato y su programa de gobierno.



Sin embargo, desde una perspectiva democrática la crisis tiene aspectos completamente diferentes que en nada se asemejan a lo planteado por la oposición derechista. En efecto, el problema que afecta a la Concertación proviene de su incapacidad para consolidar los cambios para una democracia efectiva, no obstante haber sido ésta la promesa electoral más importante de todos sus gobiernos.



¿A qué se debe esto? A que, gradualmente, su dirigencia convirtió a la actividad política en un espacio centrado casi exclusivamente en la conquista y mantención del Poder.



La política, para muchos, pasó a ser un ámbito para la realización de actividades patrimoniales, el gobierno y la gestión del estado pasan a ser los espacios naturales para concretar dicho objetivo. La política y el gobierno se convierten en un «negocio». Esta visión mercantil de la política es la base sobre la cual se ha estructurado la institucionalidad política de América Latina, lo que ha dado como resultado inevitable una corrupción endémica, según se desprende de los análisis realizados por Transparencia Internacional.



Si la política y el gobernar son espacios para actividades patrimoniales, los antes llamados servicios públicos, naturalmente, también lo son. Basta observar tres de ellos para ver el impacto que esta concepción de la política está teniendo en la sociedad chilena. El primero es el caso de la educación en general y de la educación superior, en particular. Sólo pueden tener acceso a una educación básica y media de excelencia aquellos estudiantes cuyas familias tienen los recursos monetarios para participar en el mercado de establecimientos educacionales privados. Los resultados de la última PAA así lo demuestran. En síntesis, la buena educación se paga caro y se otorga en la medida que sea un buen negocio para alguien. ¿Qué posibilidades tenemos como país de lograr el desarrollo en un esquema como éste? La respuesta es obvia: ninguna. La educación ha dejado de ser un medio para modernizar al país y se ha convertido en uno que reproduce a escalas crecientes, la gran brecha existente entre ricos y pobres, es decir, en una actividad orientada a consolidar nuestro subdesarrollo.



Otro supuesto servicio público es la previsión social, la cual gracias a las AFP es un negocio floreciente, aunque como resultado del mismo sólo un 3% de la población nacional podrá optar a pensiones superiores al mínimo en cuestión de 10 años más. Si se quiere tener una buena jubilación, hay que pagarla caro. Para la inmensa mayoría de los chilenos, dado este esquema, la vejez ha llegado a ser una maldición, el instante en el que se entrará inevitablemente en la marginalidad social, donde haber pertenecido a la tan mentada clase media no tendrá ningún valor. No sería extraño que, de seguir vigentes estas coordenadas de acción, se llegue a la conclusión que el derecho a la vida se respetará, en la medida que sean un buen negocio.



Por último, tenemos el caso de la salud, una de cuyas instituciones emblemáticas son las Isapres, es decir, simples empresas de seguros al estilo norteamericano. Como tales, su finalidad no es mejorar a nadie, sino maximizar sus utilidades, como puede serlo la producción de salmón, por ejemplo, y no un derecho humano básico. Llegada la tercera edad, que es cuando la persona necesita de mayor apoyo médico, quienes cotizan en estas empresas son castigados fuertemente en el costo de sus planes de salud. La otra alternativa es la denominada salud pública, cuyos problemas de financiamiento y carencia de recursos no requieren mayores comentarios.



Sin un derecho consolidado a la educación, la salud y la previsión social es imposible hablar seriamente de democracia. La Concertación, si bien heredó el actual esquema en que se implementan estas actividades, nada relevante ha realizado para cambiarlo. Por el contrario, ha hecho funcionar al Estado para garantizar adecuadamente el negocio y con ello los miedos que acosan a la gran mayoría de los chilenos.



(*) Analista Político.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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