Publicidad

Escritores y artistas que nos dejaron en 2002


Durante el año 2002 fallecieron algunos importantes artistas y escritores en lengua española. En Chile los escritores Jorge Torres, Carlos Cerda, Francisco Coloane. Y también uno de los mayores pintores de occidente, el chileno Roberto Matta, pero que vivió la mayor parte de su vida fuera de Chile. En España fallecía el 17 de enero de 2002, a los 86 años, el premio Nobel Camilo José Cela.



La única vez que vi, personalmente, a Cela fue en Miami, un año después que él obtuviera el Nobel (1989). Su presencia en aquella ciudad fue por una invitación que le hizo la Universidad de Miami en marzo de 1990 para otorgarle un doctorado Honoris Causa y para que diera el discurso final en la entrega de los premios «Letras de Oro».



Estos premios anuales eran para escritores hispanos en los Estados Unidos en las categorías de novela, teatro, cuento, ensayo y poesía. Todos los estados del país participaban enviando cientos de manuscritos, incluyendo Puerto Rico. En años anteriores los invitados especiales del «Letras de Oro» habían sido Octavio Paz y Mario Vargas Llosa.



Éramos, esa vez, cinco los premiados: un uruguayo, tres cubanos-americanos y un chileno. Camilo José Cela, en una ceremonia especial, nos entregó los diplomas y nos dio la mano y un abrazo a cada uno. Éramos, realmente, afortunados porque -decía el uruguayo premiado con su libro de cuentos- «nadie tiene la suerte de que a unos principiantes de escritores, y más encima hispanos en EEUU como nosotros, el premio les sea dado de manos, y nada menos, que por el último premio Nobel de Literatura».



El premio «Letras de Oro» también incluía el viaje pagado a Miami y la estadía en un hotel de lujo, un cheque de dos mil dólares (menos el 35% de los impuestos norteamericanos), la publicación impecable del libro en una editorial española, y un viaje por dos semanas a España dando recitales y conferencias por varias universidades.



Camilo José Cela, junto a Ernest Hemingway.


En el verano de 1991 nos volvimos a encontrar otra vez los cinco ganadores, en España. En Madrid nos alojaron en la legendaria Residencia de Estudiantes donde vivieron por un tiempo Federico García Lorca, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Miguel de Unamuno, Rafael Alberti, entre muchos más. Actualmente, conviven allí cada año, generalmente una semana, cerca de 3.000 investigadores, artistas y otros profesionales, de los campos más diversos, procedentes de todo el mundo.



Pero a nadie se le ocurrió visitar, en ese viaje, a don Camilo en Madrid ( o donde estuviera) porque él andaría en otros asuntos y era mejor no molestarlo con la presencia de esos cinco escritores latinos en Estados Unidos. Recuerdo que fuimos invitados a participar en un panel en los Cursos de Verano de El Escorial en un taller de poesía junto a Mario Benedetti, Gonzalo Rojas, la poeta cubana Nancy Morejón, y el poeta español (fallecido en 1999) José Agustín Goytisolo, quien fumaba cigarrillo tras cigarrillo mientras leía su poesía.



Las fotos de rigor, aquella vez en Miami, fueron bastantes y aún tengo conmigo una en mi oficina donde los premiados estamos juntos a don Camilo. El breve discurso que hizo aquella vez iba dirigido a esos cinco ganadores y fue éste, que reproduzco de una copia que conservo del periódico «Diario de las Américas» de Miami del 31 de marzo de 1990:



«Quiero felicitar a los autores premiados, y darles un augurio de esperanza. Han emprendido el campo de la literatura y enfrentan algo muy duro, algo que no tiene fin. Pero sepan que adquieren una gran responsabilidad. Aprovechen esta oportunidad, pues quien la pierde, como dijo San Juan de la Cruz, es como el que suelta un avecilla de la mano, y no la puede recuperar».



Con aquellas frases, su acento, cadencia y metáfora poética, por cierto, a nosotros, escritores que frente a él éramos unos principiantes y nada se sabía dónde iríamos a parar con nuestras escrituras, o si después del premio «Letras de Oro» no pasaría nada más (como ocurre con muchos premiados), nos impactó de distintas maneras.



A los tres escritores cubanos-americanos les pareció- así lo dijeron- «toparse en Miami, esa tarde, con toda la literatura del Siglo de Oro». El ganador del género Teatro, fue más lejos: «…escuchar a don Camilo es como estar escuchando a los poetas medievales. O como si reprodujera el habla de los tiempos de El Quijote de la Mancha». Yo y el cuentista uruguayo, con quien nos hicimos muy amigos y no tanto con los otros tres escritores cubano-americanos, pensamos que el ganador en el género Teatro iba muy lejos en sus impresiones personales del Nobel.



Quedaba lo mejor: el discurso final de Camilo José Cela agradeciendo a la Universidad de Miami aquel Doctorado Honorario concedido y finalizando la actividad de los Premio «Letras de Oro» 1990. Un magnifico auditórium de la Universidad comenzó a llenarse desde de las seis de la tarde. La mayoría de la audiencia era de origen hispano, especialmente cubanos-americanos. Vi a mujeres cubanas -quizás las que habían emigrado después de la Revolución- vestidas con abrigos de pieles (a pesar del clima cálido de Miami) e impresionantes peinados.



Algunos hombres, muchos de ellos cubanos exiliados y ya bastante mayores, entraban con sus mejores trajes, parecidos a los de los años 50, que recordaba en parte a esa Habana descrita por Cabrera Infante en su «Tres tristes Tigres» (1965). O a las imágenes de la burguesía cubana pre-1959 que reprodujo, fielmente, el filme: «Un hombre de éxito» (1987), de Humberto Solas.



Nadie sabía cuál sería el tema del discurso del invitado de honor, pero creo que la mayoría esperaba algo para no olvidar nunca. Luego de las presentaciones y alabanzas de rigor que hizo una alta autoridad de la Universidad de Miami (todo en español), don Camilo pasó a leer su charla. Miles de ojos y oídos estaban pendientes del Premio Nobel 1989.



La charla fue un total fiasco, partiendo por el título, con el que don Camilo comenzó, pues era muy académico y pomposo para la ocasión: «Sobre dictados y sus formas». Fue una larga y latosa muestra de los conocimientos gramaticales, lingüísticos, centrándose en detalles que para los miembros de la Real Academia de la Lengua Española pudo ser una delicia, pero no para un público que esperaba algo más entendible como la propia vida de José Cela que habría sido, sin duda, en el estilo de su narrativa, sabia, pero igualmente deliciosa, entretenida y picaresca.



Cela, en Miami, un año después de obtener el máximo galardón de la literatura mundial.


Yo, a los diez minutos (igual le ocurrió al escritor uruguayo), me desenchufé totalmente de la tediosa y monótona charla. Una parte del público cubano-americano estaba mirándolo como hipnotizados o bien porque no entendían un carajo de lo que estaba diciendo el Nobel o hacían un intento sobrehumano por seguirle el pensamiento. Luego de una hora de sufrimiento, todos aplaudieron tan fuerte que el auditórium estuvo a punto de derrumbarse. Y eso fue algo que también comentamos muertos de risa con el escritor uruguayo (quien era bastante irreverente con la comunidad cubana exiliada en Miami y principalmente con cualquier ceremonia demasiado aparatosa).



Lo más curioso es que nunca se supo -ni se sabrá- si Camilo José Cela leyó aquella aburrida charla con alguna segunda intención pues sabía perfectamente lo que era Miami en ese entonces: una pequeña Cuba de exiliados. El escritor uruguayo me aseguraba que sí había segunda intención.



Sin embargo, para mi, de todo aquel encuentro con Cela, me quedó dando vuelta -hasta ahora- aquella frase que nos dedicó a cinco escritores, relativamente jóvenes e hispanos en los Estados Unidos, hace trece años: «…el campo de la literatura es algo muy duro, algo que no tiene fin».



El sentido de esa frase tiene que ver mucho con la condición del artista -muerto o vivo, moderno o no- que en todas las épocas emprende un camino difícil sin saber a ciencia cierta si llegará a algún lugar, o a la fama o al olvido. O a la indiferencia de los lectores, el desdén de la critica, o la pura alabanza pasajera según la lógica del mercado neoliberal. O lo peor de todo: a la parálisis creativa.



Pero esa idea también la volví a encontrar al azar en otro Nobel, Gabriel García Márquez (1982), dicha ahora en forma más desgarradora y cierta, sin los adornos místicos como lo hizo Cela. Y lo dijo al pasar, en unas de sus hermosas crónicas periodísticas, entremedio de otro párrafo más largo: «¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias, escribir poemas, se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella; morir de hambre, frío o lo que sea, con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar ni que, al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?».



Cuando fallece un artista o un escritor, él o ella, se llevan consigo aquel misterio. Claro, quedan libros o telas pintadas pero entre sus obras (sólo en algunos/as) quedará para siempre aquella pasión de la que habló Cela y García Márquez.



* Javier Campos es escritor y académico chileno en EE.UU.



_____________

Vea otras columnas del autor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias