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Exigencias modernas


La semana pasada, recién llegado de Nueva York, el Ministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, visitó a Carlos Cruz en el anexo cárcel Capuchinos. Habría sido una visita más de un personero de gobierno al detenido ex ministro si no fuera por las declaraciones de Eyzaguirre a la prensa.



¿Qué dijo? En resumen, que había que sentir una suerte de orgullo por lo que estaba pasando ya que en Europa o Estados Unidos, permanentemente, se ve a autoridades obligadas a responder ante la justicia, en una demostración de que no están por encima de la ley, y que eso es un reflejo del funcionamiento de una democracia sólida. Era, agregó, un signo de modernidad.



Sí y no. Sí, porque efectivamente, para el ciudadano común, ése que padece las desigualdades en el acceso a la justicia -para qué hablar del acceso a las oportunidades, ya que entonces deberíamos hacer una lista larga-, cuando ve que se investiga con celo a los poderosos siente que la democracia es algo más que palabrería.



Para no dejar pasar la oportunidad, añadamos que debería tratarse de todos los poderosos. Los políticos, las autoridades de gobierno, pero también los poderosos del sector privado -hacia donde se ha trasladado el verdadero poder- y de las instituciones que «acorazan» a sus miembros. Y, entonces, anotamos, como algo aberrante, los beneficios de que ha gozado, por ejemplo, Álvaro Corbalán de cara a la situación que padece cualquier otro delincuente, y consignamos las excesivas atribuciones de la justicia militar, que a veces da la impresión de querer más amparar a los militares activos o en retiro en vez de pretender administrar efectiva justicia.



Lo que no cuadra con lo señalado por Eyzaguirre es que la modernidad tiene cosas buenas, pero también malas. Por ejemplo, que la política se ha ido convirtiendo en una suerte de empresa, que funciona con esos códigos, y que muchas veces más vale el dinero que una idea. Como corolario, entonces, una de las principales exigencias es el financiamiento de la política, que en época de elecciones no tiene empachos -ni pudor- en dar cuenta y hasta vanagloriarse de los millonarios montos de las campañas en un país donde la pobreza persiste y, más grave aún, las diferencias se mantienen y hasta se profundizan.



Desde ese ángulo, la modernidad exige no sólo una justicia que mire y trate a todos los ciudadanos como iguales, sino también que la política y el Estado aporten lo suyo. En breve, haciendo transparente sus dineros y, sobre todo, limitando gastos que ofenden, por sus montos, al ciudadano común.



Desde que se recuperó la democracia, en más de una ocasión se planteó en el gobierno la necesidad de que había que modernizar el Estado. No se hizo. ¿Por qué? Sospechamos que, justamente, por «razones políticas»: de oportunidad, tal vez, pero por sobre todo porque eso implicaba reducir el poder de los partidos que, en buena medida, lo cimentan por su capacidad de influir en la designación de ciertos cargos.



Ahora, cuando todo indica que lo grueso de la actual crisis desembocará en el tema del financiamiento de la política -y, entonces, también deberá investigarse el tema de las «donaciones» de las empresas, del origen de ese dinero «privado», de cómo se camufla a los accionistas o al propio Servicio de Impuestos Internos-, lo lógico sería pensar que estamos frente a la oportunidad de descorrer el velo e hincarle el diente al financiamiento de las campañas y a la modernización del Estado.



¿Lo hará Ricardo Lagos? ¿Si lo hace tendrá el respaldo de los partidos de la Concertación y de la derecha? Nadie puede saberlo con certeza, salvo señalar que si el Presidente emprende ese camino, aunque se quede un poco más solo, marcará una dirección. Probablemente la más justa y oportuna.



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