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Gato Alquinta: la banda sonora de nuestra vida

Con el Gato Alquinta se nos fue un tesoro. Tal vez los que andan intoxicados o adormecidos por la bisutería de aserejés, axés y la chatarra que nos venden los Dick Clarks criollos, no saben lo que se perdieron.


En los malls, donde los llamados ciudadanos de los Estados Unidos se reúnen en la eterna misa del consumo ritual, hay una cadena de restaurantes que se llama «American Bandstand». El nombre se refiere a un programa que comenzó en Filadelfia en los años 50 y que consistía en poner música, hacer bailar parejas de adolescentes, y televisarlos en vivo. Fue una especie de ancestro darwiniano de nuestra «Música Libre», con la diferencia que la coreografía, la vestimenta y todo el condimento extra lo ponían gratis los teenagers.



«American Bandstand» tuvo un éxito espectacular y larga vida: duró desde 1952 hasta 1989; desde la cruzada anticomunista de McCarthy hasta la cruzada anticomunista de Reagan.



Esos jovencitos y jovencitas elegidos como bailarines de planta, imitados por toda una generación como modelos de cool, existen hoy en el anonimato. El presentador Dick Clark se hizo hipermillonario, claro, y para sacarle más leche a la vaca se le ocurrió recrear en una cadena de restaurantes el ambiente de los años 50 y 60. Inventó un lema para su empresa: «La música es la banda sonora de nuestras vidas». Estos restaurantes tienen un ambiente de falsedad patética: falsos Wurlitzers, falsa memorabilia, falsos uniformes.



Los empleados de los restaurantes tienen que sonreír falsamente a pesar del sueldo mínimo y los turnos dobles. Y los consumidores entran y salen de esa falsa máquina del tiempo, chasqueando los dedos al ritmo del twist, cumpliendo su deber en el ciclo de consumo que comenzaron en la adolescencia. La cara sonriente del sumo sacerdote, Dick Clark, les asegura que el tiempo no ha pasado: él sigue igual, gracias a la magia combinada de todas las ramas de la cirugía estética.



Estaba escribiendo esto cuando me enteré de la muerte del Gato Alquinta. Fue una coincidencia que en ese mismo instante estaba enfrascado en un debate interior entre mi yo escéptico y mi yo optimista. El tema era la música popular, la cultura popular en general, y la pregunta era si se puede rescatar algo de todo el comercialismo que la corroe por todas partes. ¿Quién se salva de venderse o de ser vendido como mercancía, al estilo de Dick Clark? En Chile, me respondí, tenemos la suerte de tener a Los Jaivas. La banda sonora de nuestra historia los tiene a ellos de música de fondo, sin duda, y la voz del Gato Alquinta es la voz de Los Jaivas.



Hablo por mi propia experiencia de haber tamboreado en el pupitre del colegio el ritmo de «Todos juntos», y de haberle hecho empeño a sacar en una flauta de plástico el solo de quena. Los Jaivas sabían ya que en la música todo vale y que mezclar lo eléctrico con lo folclórico no tenía por que ser herejía.



Hablo de la intimidad enigmática y cálida que el Gato le sacó a la letra indescifrable de «Mira niñita», en tiempos en que la intimidad era un refugio frágil contra los huracanes que se nos estaban viniendo encima, por allá por 1973. No sé si se acuerdan, no sé si se pueden imaginar los que no nacían todavía.



Hablo de un pasillo en la universidad donde se oía el piano enigmático y dulce de «La conquistada» suavizando el hielo del invierno de 1977, sacándole calorcito musical al poco sol que se asomaba por esos patios llenos de sospechas.



Hablo de un galpón junto a los muelles plomos de Rotterdam, algunos años más tarde, cuando vi a Los Jaivas por primera vez en persona; cientos de chilenos venidos de todos los rincones del mundo a un encuentro del exilio, bailando guajiras cósmicas y gozando con los ritmos que los Jaivas saben inventar mejor que nadie: La Tirana con King Crimson, la Violeta con Pink Floyd, Neruda con Jethro Tull, el charango entreverado, pelándose en un mano a mano del carajo con la guitarra eléctrica y con la batería, para borrar distancias, tiempos, y añoranzas, tocando a todo chancho.



Hablo de asomarse a la Puerta del Sol que se abre sobre Machu Picchu al final del Camino del Inca, de soltar la mochila y, en vez de recitar sin música los versos de Neruda, ponerse el walkman mental y cantar «Sube a nacer conmigo hermano-oo».



Hablo de las innumerables veces en que me he asomado a la ventanilla del avión que me traía de vuelta a Chile, haciéndole la segunda, sottovoce, a la voz inimitable del Gato Alquinta, como la de un hermano que sabe de ausencias: siento el arrullo de tu calor, noches y luces traen la voz del firmamento: la cordillera, alta me espera.



Con el Gato Alquinta se nos fue un tesoro. Tal vez los que andan intoxicados o adormecidos por la bisutería de aserejés, axés y la chatarra que nos venden los Dick Clarks criollos, no saben lo que se perdieron. Para los demás, es un consuelo saber que nos queda su voz, grabada a fuego en tantas partes. También nos podemos consolar sabiendo que tenemos por delante la película inconclusa de nuestra historia. No habría mejor homenaje que tratar de hacer un guión más digno para una banda de sonido tan excelente como la que nos han regalado los entrañables Jaivas y el eterno Gato Alquinta.



(*) escritor y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Haverford, EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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