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El Imperio y el Amor

Quienes hayan tenido el masoquismo periodístico de revisar las páginas de la revista Newsweek en los últimos meses habrán visto el enorme desconcierto de los estadounidenses ante la falta de amor de los europeos. «¿Por qué nos odian?», se pregunta. «¿Qué les pasa a los europeos?», «¿Por qué no escuchamos los aplausos?». «América sola», titula en su último número…


Cuentan, y sólo los protagonistas podrían confirmar la veracidad de la anécdota, que durante las negociaciones para la reducción de las bases militares estadounidenses en España, en el primer gobierno de Felipe González, las cosas iban de mal en peor y las conversaciones entre Madrid y Washington subían de tono camino a ninguna parte.



Al Secretario de Estado, Georges Shultz, no le entraba en la cabeza cómo era posible que González -que en eso coincidía con todos los españoles – no considerara un impagable honor el hecho de que hubiera bases militares estadounidenses en España, y González no comprendía por qué Shultz tomaba como una ofensa personal y un insulto gratuito la pretensión española de reducirlas y dar más competencias a los militares españoles en su propio territorio.



El secretario general de la OTAN, Lord Carrington, medió en el diálogo de sordos, tomó del brazo a González e hizo un aparte con él: «Felipe -dicen que dijo-, creo que debes comprender algo básico: España ha sido un imperio, Gran Bretaña ha sido un imperio, y los dos sabemos que un imperio es temido, obedecido y aborrecido, pero los estadounidenses están empeñados en ser imperio, ser temidos, ser obedecidos y además ser amados».



Mano de santo. González entendió la clave, cambió el mensaje, seguramente elevó un par de alabanzas al frágil ego estadounidense y poco después, en 1988, se firmó el convenio para la reducción de las bases militares en España.



Quienes hayan tenido el masoquismo periodístico de revisar las páginas de la revista Newsweek en los últimos meses, teniendo cuidado de no cortarse las neuronas al pasar las páginas, habrán visto el enorme desconcierto de los estadounidenses ante la falta de amor de los europeos. «¿Por qué nos odian?», se pregunta la revista que refleja la política más conservadora de Washington, para cuyo gobierno no existen sentimientos ni relaciones intermedias entre el amor y el odio.



«¿Qué les pasa a los europeos?», se pregunta la prensa estadounidense. «¿Por qué no escuchamos los aplausos?». «América sola», titula la revista su penúltimo número de febrero bajo una fotografía de un Bush apesadumbrado por la falta de amor; y cabe presumir que, con el nombre de «América», Newsweek se refiere únicamente al terreno entre Río Bravo y las cataratas del Niágara, no al resto del continente que para ellos nunca pagó el registro de marca.



A los Gobiernos de Washington, y especialmente a los republicanos -quizá por un soterrado pero más que comprensible sentimiento de culpa- no les entra en la cabeza no ser amados por los pueblos de todo el mundo.



Y en los escasos y particulares momentos en que los gobiernos europeos -tres, en estos días, para ser exactos- les declaran su amor incondicional, no comprenden por qué eso se convierte para los políticos de Europa en un problema electoral. ¿Por qué – se pregunta Washington -, cada vez que en los ojos de Blair, Aznar o Berlusconni brilla muda la frase «We love you Bush» ese ardiente deseo se traduce en miles de votos a favor de la oposición?.



La sorpresa y el desconcierto no es sólo con Europa. Tampoco comprenden en Washington cómo es posible que Ricardo Lagos llegue a un acuerdo de libre comercio con el imperio y, poco después, Chile no aproveche su puesto como miembro temporal del Consejo de Seguridad de la ONU para darle a Powell un beso francés, con el perdón de Soledad Alvear por la obscenidad y aunque el termino «francés» no sea ahora muy oportuno, dadas las frías relaciones del Secretario de Estado con el primer ministro galo.



El problema, y algún día lo entenderán si leen más, es que ser imperio provoca una antipatía natural a la que hay que resignarse de antemano cuando uno accede al cargo. Siempre ha habido imperios, imperialistas, imperialuchos, imperiatontos y matones imperiales, pero hasta ahora todos lo tenían clarísimo: ninguno esperaba un amor apasionado e incondicional por parte de los demás.



Roma fue imperio e hizo maravillas y barbaridades, y lo fueron y las hicieron los visigodos, los árabes, los turcos, los españoles, los franceses, los ingleses, los alemanes … (los mongoles, los chinos y los japoneses nos quedan más a trasmano), sin olvidar a los aztecas y a los incas, pero todos se diferenciaban del imperio actual en que ninguno ponía por delante el estandarte de la igualdad, la democracia, la libertad y el «love me tender» cuando se disponía a invadir otro territorio o cuando confabulaba para que un asalariado local diera un golpe de Estado a su favor.



Hasta hace poco, Washington compartía las debidas antipatías con Moscú. El juego del policía bueno, policía malo, el «aguántate que el otro es peor» y el «si no te lo hago yo, te lo hará el otro» funcionó perfectamente durante la guerra fría. Pero ahora ya está solo; ahora se trata, y lo proclama Bush a los cuatro vientos, de eso tan maniqueo de «el que no está conmigo está contra mí».



Y ante eso, el imperio debe permitir al resto de los mortales sentir hacia él lo mismo que sentiríamos por los romanos si fuéramos galos, por los visigodos si fuéramos romanos, por los españoles si fuéramos incas o por los ingleses si fuéramos zulúes.



Tampoco ayuda, a la hora de conseguir cariños extranjeros, que las figuras imperiales hagan uso de su inagotable capacidad de ignorar las particularidades de los demás. Que el presidente estadounidense pregunte sin ruborizarse al presidente brasileño si en Brasil también hay negros, o que su hermano Jeb llame a José María Aznar «presidente de la República Española», cuando meses antes, como gobernador de Florida, ofreció una cena al rey Juan Carlos, no llevan precisamente la admiración al ánimo de los demás ni pone al imperio actual en el podio de la admiración histórica.



En todo caso, ese derroche de cultura general, producto, sin duda, de los muy limitados viajes y de los aun más escasos libros, provoca una leve, condescendiente y muy efímera simpatía, porque en el fondo -muy, muy en el fondo, allá por el abismal -, ¿no da un poco de pena que a uno no lo amen, incluso si uno es Bush?. No, perdón, eso fue un intento puramente dialéctico. La verdad es que pena no es precisamente lo que da.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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