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Lo social: el fundamento olvidado de la política en democracia

Se ha reducido la política a una actividad basada esencialmente en la violencia, sin entender que la misma cuando se enraíza como práctica habitual, niega lo propiamente humano, al negar la naturaleza social de nuestra especie.


Hace ya bastante tiempo que los estudios de opinión pública demuestran el profundo desprestigio en que han caído los políticos, sus partidos y el Parlamento ante los ojos de la sociedad chilena. Prácticamente sólo un mínimo de la población, casi insignificante diríamos, confía en ellos. Lo grave es que tal realidad ha empeorado con los últimos escándalos e irregularidades descubiertas en la gestión estatal, pues todos tienen como protagonistas principales a dirigentes y operadores de partidos políticos.



Una posible explicación de lo sucedido es la que circunscribe el origen de los acontecimientos a quienes participaron en ellos, convirtiéndolos en los «únicos» responsables. Esta es la salida «fácil» de la situación, ya que reduce todo el problema a una cuestión de decisiones personales de los directamente involucrados, culpándolos de todo lo sucedido. Sin embargo, tal planteamiento resulta de una ingenuidad casi infantil pues se queda en la superficie de los eventos, evitando entrar en una reflexión más seria y profunda, que ponga sobre la mesa el conjunto de condiciones que han dado origen a lo acontecido.



Reflexionar sobre tales condiciones nos conduce, en primer lugar, a plantearnos sobre el carácter de la actividad política en democracia. Esta es el resultado de conductas intencionales de quienes participan en ella. Por lo mismo, lo que en dicha actividad surge no es el producto del funcionamiento de algún sistema mecánico ciego, que inevitablemente atrapa en sus leyes a los que intervienen. En otras palabras, la política es lo que los políticos han hecho de ella, sin que puedan buscarse como responsables a fuerzas extrañas, desconocidas, que operan aún en contra de la voluntad explícita o implícita de los participantes.



En segundo lugar, la actividad política sólo puede desarrollarse con éxito en las actuales sociedad democráticas, siempre que sea un esfuerzo colectivo, puesto que requiere de equipos de relevancia y de gran calificación profesional -cuyo reclutamiento no puede provenir sólo del grupo de «amigos» de un dirigente- e involucra a importantes segmentos de la población, pues las decisiones que se adoptan en su esfera afectan e importan a toda la sociedad, sea en forma positiva o negativa. Pero para que este proyecto colectivo de actividad resulte eficaz, el elemento fundamental que debe estar presente es la confianza entre sus actores, siendo esencial en alto grado cuando se constituyen partidos y alianzas. Y la confianza sólo se da en condiciones de mutuo respeto, que implica el reconocimiento recíproco de la dignidad de los participantes en condiciones de igualdad y libre participación y adhesión a las propuestas planteadas en bien de la comunidad.



La prueba sobre el papel crucial que juega la confianza, el mutuo respeto y el reconocimiento de la dignidad en la actividad política se detecta fácilmente al ver lo que sucede cuando estas dimensiones desaparecen. No hay alianza o partido que pueda sobrevivir, ya que nadie está dispuesto a participar o continuar en ellos si estima que está siendo maltratado.



Dado el rol de la confianza, la actividad política comparte plenamente lo que caracteriza a lo social propiamente tal, y que, de acuerdo a lo señalado por Humberto Maturana, es donde se realiza lo propiamente humano. Al apartar la política de su fundamento social, entramos a asemejarnos a seres vivos de otros linajes, a tal punto que su modelo de comportamiento entra a orientarnos en el quehacer político. Ya ha sucedido en otros países, como es el caso de los republicanos en Estados Unidos, cuyo líder en el Congreso, Newt Gingrich, recomendó el libro del primatólogo holandés Frans de Waal «The Chimpanzee Politics» como inspiración de las conductas que debían desarrollar para derrotar a los demócratas, ya que los comportamientos habituales de las comunidades de chimpancés, en cuanto a cómo ganar y mantener el poder en su interior, eran más apropiados para lograr dicho objetivo. Lo propiamente humano se había transformado en inútil dado el rumbo adoptado por la actividad política en ese país.



Sin embargo, no necesitamos ir muy lejos para observar la eliminación del elemento social y con ello de lo humano en la política. Basta ver lo que está sucediendo en la escena nacional. Todo el lenguaje político que usan los actuales dirigentes es esencialmente bélico, como si la coexistencia humana estuviera basada en la fuerza, en una lucha permanente entre facciones enemigas que buscan la derrota aplastante del adversario, lógicamente, a costa del país ya que en esas circunstancias un proyecto compartido de país es inimaginable, no obstante que sin él es imposible alcanzar el desarrollo. Así, se habla de «estrategias», de «tácticas» -términos militares- para lograr un objetivo. Se ha desnaturalizado en extremo la democracia al reducirla a un mero acomodo institucional para la «lucha por el poder», como si éste fuera un botín que se obtiene mediante el uso de técnicas de guerra.



Las alianzas fundadas en ideales compartidos se abandonan por asociaciones meramente tácticas, y por ende transitorias, cuya finalidad es escalar en las esferas del poder. La descalificación permanente entre partidos opositores o aliados, y al interior de los mismos, es algo rutinario, ampliamente aceptado como «natural». La manipulación de las relaciones sociales y de amistad para instrumentalizarlas en pos de los pequeños objetivos de los caudillos se han convertido en un elemento consustancial de lo que significa «hacer política».



En síntesis, se ha reducido la política a una actividad basada esencialmente en la violencia, sin entender que la misma cuando se enraíza como práctica habitual, niega lo propiamente humano, al negar la naturaleza social de nuestra especie.



Es por el carácter antihumano adquirido por la política desde donde nace el desprecio que la gran mayoría de la población siente por ella, los políticos, sus partidos y el Parlamento, instancia percibida más bien como un lugar para lograr arreglos en beneficio de quienes hacen un buen lobby, y de los cuales los parlamentarios obtienen «ganancias» privadas significativas.



Romper con la forma antisocial de la política constituye una necesidad imperiosa si queremos que los chilenos se reencanten con ella y asuman la urgente necesidad de construir una sociedad democrática desarrollada, como una tarea de todos y no de un grupo de iluminados -eufemísticamente llamado «elite»- que se autoatribuye un acceso privilegiado a «la verdad», o de un «Mesías» o Salvador. Las sociedades que realmente confían en la democracia no necesitan de ambos. Convertir a la política en un espacio amable, de coparticipación fundada en el respeto recíproco es condición necesaria para ello.



(*) Analista Político.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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