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Un corral ancho y ajeno

Los ciudadanos del resto del mundo tenemos un poco de culpa en esto, porque no hemos sabido comunicarles bien que al forzudo arrogante a veces no queda otra que dejarlo pagando con un buen enganche y una finta, y que el mundo fuera de los Estados Unidos sigue siendo, a pesar de los McDonald’s, la Coca Cola en lata y la CNN, un corral ancho y ajeno donde siempre van a estar jugando de visita.


Hace unos años recuperé la antigua costumbre dominguera de levantarme temprano para cumplir con un deber religioso. El templo es una cancha de fútbol en algún lugar de Pennsylvania y el rito es el rito universal y democrático de toda pichanga. Se eligen jugadores para dos equipos, se sortean lados, y nos largamos a comulgar con la pelota un par de horas, hasta que el cuerpo no aguanta más y grita: Ite, missa est!



Al principio éramos pocos. Es difícil, en esta tierra de infieles, conseguir gente que a) sepa jugar al fútbol y b) esté dispuesta a hacerlo todos los fines de semana. Paulatinamente, se fue formando la base de un grupo de extranjeros en el que todos los continentes están representados. Somos una especie de Naciones Unidas que todos los domingos se junta en el culto ecuménico del balompié. Hay en el grupo -o hubo en algún momento-jugadores y jugadoras de Alemania, Francia, Italia, España, Inglaterra, Grecia, Canadá, Israel, Palestina, Argentina, Canadá, El Salvador, México, Guatemala, de las dos Chinas, Corea, Suecia, Perú, Ecuador, Venezuela, Colombia, Austria, Bulgaria, la India, Egipto y Togo. Por supuesto que hay varios chilenos, que nos distinguimos más por el entusiasmo que por la habilidad futbolística.



No es que exista armonía todo el tiempo. A veces el fragor de las patadas o las recriminaciones logra agriarnos el ánimo, especialmente a aquellos que se dejan llevar por la testosterona. Hay un par de rivalidades históricas entre jugadores, y por eso uno tiene que tratar de dejarlos en el mismo equipo, para que no se agarren. La mayor parte del tiempo, sin embargo, cunde la buena voluntad, al punto de que no es extraño que uno felicite a un contrincante por una buena jugada. Yo colaboro a menudo a esta armonía con mis medidos pases al contrario.



Por supuesto que de vez en cuando llegan a jugar gringos. Hay bastantes de ellos cerca de Filadelfia, y a algunos parece gustarles mucho el fútbol. Incluso hay unos pocos que no son nada de troncos, especialmente las mujeres. Pero jugando con este grupo los «locales» se sienten como pollos en corral ajeno, al verse rodeados de tantos extranjeros y al oír idiomas medio raros sin ningún subtítulo. Como deferencia, los foreigners nos esforzamos por hablar en inglés para que no se sientan excluidos, pero igual se les nota la incomodidad de verse en minoría en su propia casa, y no falta el gringo patudo que para compensar empieza a dar órdenes de cómo jugar, siendo que apenas entiende la diferencia entre un puntete y un estoperol. Hay uno apodado «Robocop», pura musculatura de acero y chillido marcial, que es especialmente duro de tragar.



Una de las mejores partes de esta misa deportiva dominical es el entretiempo, cuando nos sentamos en el pasto al borde de la cancha y nos ponemos a conversar mientras peleamos con la sed y con los calambres propios de la edad. También es agradable el colapso general al final del partido, después del «último gol gana todo» que indica que ya la bencina se agotó.



Me acuerdo que después del 11 de septiembre de 2001, estuvimos conversando sobre las Torres Gemelas, intercambiando impresiones en voz baja, tratando de darle algún sentido a esos cielos semivacíos, mirando la silueta inquietante de los pocos aviones plateados que nos pasaban por encima en su descenso al aeropuerto de Filadelfia. Los norteamericanos del grupo sintieron sin duda una gran solidaridad en esos momentos, y el fútbol fue para todos nosotros una gran terapia. Le traté de contar a un gringo que para el 11 de septiembre del 73 yo también había estado jugando una pichanga, en una cancha de tierra de Santiago de Chile que todavía estaba mojada por la lluvia de primavera. El sol se asomó al atardecer de ese día, y al ponerse horizontal debajo de un techo de nubarrones, iluminó la columna de humo que se alzaba de las ruinas de La Moneda. El compadre, sin saber muy bien de qué le hablaba yo, se quedó callado después de repetir «bombardeo» y «columna de humo». Fue como conversar con Homero Simpson.



El domingo 23 de marzo, después del partido, el tema de conversación obligatorio fue la guerra de Irak y los medios de comunicación. La internet y a la televisión por satélite (incluida la tele chilena) nos da una perspectiva diferente a la que recibe el norteamericano común, la filtrada por CNN, Fox, ABC, NBC y CBS. Sacándonos las canilleras, entre todos comparamos notas de lo que habíamos visto en la BBC, en la Deutsche Welle, en la Radiotelevisión Francesa, en TVN Chile, y hasta en Al-Jazeera. Tirados en el pasto de la cancha, los extranjeros nos sentimos en libertad de hablar sin tapujos de la atrocidad que vislumbrábamos en esta guerra aun antes de que se empezara a deshilachar la ficción de la invulnerabilidad de las tropas aliadas y sus municiones mágicas. Despotricamos en grupo y al aire libre con nuestro inglés macarrónico. Los únicos que no dijeron nada fueron los gringos, que se despidieron muy cortésmente cuando estábamos en lo mejor. Después, como siempre, el grupo se disgregó.



Mientras volvía a la casa con las patas adoloridas, pensaba en la encuesta de enero pasado que reveló que el 44% de los súbditos de George II creen que los terroristas del 11 de septiembre eran iraquíes. El 6% cree que entre ellos había por lo menos un iraquí, mientras que el 33% no tiene suficiente información como para aventurar ninguna respuesta. Los que sabían que no había un solo iraquí entre los terroristas llegaban apenas al 17%. Sin embargo, dos de cada tres norteamericanos apoyan esta guerra, y en gran parte es porque creen que los ataques del 11/9 fueron fomentados por Irak. No hay nadie que los saque de esa creencia, machacada desde el Pentágono y reproducida por CNN y compañía.



Ya entrada la noche del domingo, me puse a mirar la entrega de los Oscar, con las patas moreteadas metidas en agua tibia. Apenas se lo dieron a Michael Moore por su documental «Bowling for Columbine», supe que el gordo iba a aprovechar para dar su buen discurso. Y así fue: habló de una elección ficticia con resultados ficticios, de un presidente ficticio que había armado la guerra por razones ficticias. «Ä„Vergüenza le debía dar, Sr. Bush!», gritó mientras lo tapaban con la cortina musical. Michael se llevó aplausos (me imagino que mis compinches futboleros lo habrán aplaudido también en sus casas), pero también se llevó abucheos de parte de la asistencia hollywoodense. La cámara mediática no quiso que supiéramos bien quiénes celebraron ni quiénes abuchearon. Sólo Salma Hayek, que aplaudía -mexicana al fin y al cabo-fue cabalmente identificada.



Pero se me quedó pegada en la retina la imagen de la coalición de los voluntariosos que armó el gordo Moore en el escenario del teatro Kodak-la mayoría de ellos documentalistas extranjeros que podrían perfectamente compartir la pichanga dominguera con nosotros, conversa incluida.



Sé que hay muchos norteamericanos, como Michael Moore, y cientos de miles de otros, que se las han jugado por parar esta guerra, pero también estoy consciente de que aquí en el centro del Imperio la mayoría de los gringos opta por la ignorancia desafiante o por esa inocencia simulada que se pregunta hasta la náusea «¿por qué nos tienen recelo, si somos tan buenos?».



Los ciudadanos del resto del mundo tenemos un poco de culpa en esto, porque no hemos sabido comunicarles bien que al forzudo arrogante a veces no queda otra que dejarlo pagando con un buen enganche y una finta, y que el mundo fuera de los Estados Unidos sigue siendo, a pesar de los McDonald’s, la Coca Cola en lata y la CNN, un corral ancho y ajeno donde siempre van a estar jugando de visita.



(*) escritor y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Haverford, EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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