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Reality show versus irrealidad de la crítica

Digámoslo francamente: hubo semi-confesiones, desnudo pudoroso, revelaciones auto-reguladas, develamientos a medias, manifestaciones estrictamente vigiladas, testimonios no más profundos que la orilla de la mar, exhibiciones perfectamente controladas, choque de almohadas. Todo dentro de las fronteras de una decencia corporal y sicológica intachablemente burguesa.


Con un resonante éxito de público terminó el primer reality show de la TV chilena. Permanece abierto, en cambio, el debate planteado a propósito de «Rojo: Fama contra Fama».



Personalmente, ninguno de los argumentos esgrimidos contra el programa me han parecido razonables.



Por de pronto, la idea de que los jóvenes participantes han sido sujetos a una suerte de cámara de tortura me parece, lisa y llanamente, un exceso. Han decidido libremente participar, se han sujetado a un juego con reglas conocidas, han tenido la posibilidad -en cualquier momento- de desertar. No han sido sometidos a violencia física ni se buscó arrancar a los jóvenes secretos bajo tormento y amenaza de muerte. El exceso de la crítica conduce así a la crítica del exceso.



Sin embargo, se alega, los protagonistas de la fama fueron forzados a desprenderse de su intimidad, derecho que debiera ser irrenunciable. Sí y no, me parece a mí. Al entrar por libre elección al programa renunciaron, sin duda, al anonimato y asumieron el compromiso de «mostrarse» al público, dentro de ciertos límites. Pero, ¿han hecho algo muy distinto de lo que hacen, habitualmente, quienes eligen revelar parte de su intimidad al público, sea por convicción o conveniencia, por mérito de su oficio o por obligación del cargo, por deseo de desnudarse o afán de confesar? No lo creo. Ni cabe exagerar tampoco. La parte revelada, sea bajo la ducha o en una conversación cara a cara, nunca llegó más lejos que las convenciones aceptadas por el medio.



Digámoslo francamente: hubo semi-confesiones, desnudo pudoroso, revelaciones auto-reguladas, develamientos a medias, manifestaciones estrictamente vigiladas, testimonios no más profundos que la orilla de la mar, exhibiciones perfectamente controladas, choque de almohadas. Todo dentro de las fronteras de una decencia corporal y sicológica intachablemente burguesa.



Lo intolerable de verdad, señalan otros, fue el encierro a que se sometió a estos jóvenes; la artificialidad de la situación así creada y la manipulación que de este modo se hizo posible. Pero, dígame usted, ¿de qué hablamos aquí? Aquí no hay encierro, en realidad, sino todo lo contrario: hay proyección hacia la pantalla; hay exhibición y voyerismo; hay una simulación del panóptico y una infatigable, aunque recortada, voluntad de exponer. Todo lo contrario entonces del retiro, la reclusión, el apartamiento, el recogimiento, el aislamiento y el silencio. La TV enclaustra para salir al aire; aísla para compartir; retira de circulación para mejor circular. He ahí la paradoja de su maniobra y lo que hace tan diferente la institución del reality show de aquellas instituciones que la sociología llama «totales» como el claustro, el regimiento, el internado o el hospital siquiátrico.



¿Hubo manipulación de los jóvenes anti-héroes? Por cierto que sí, igual como hay manipulación -esto es, operación, táctica, uso- en cualquiera relación humana, sobre todo si ella se ve encuadrada dentro de un juego de suma cero, donde sólo una pareja puede ganar. Qué duda cabe. Todos somos, a ratos, manipulados y manipuladores y solo la bondad de los otros, o su hipocresía, nos permite llegar a la hora del balance y decir, con ingenuidad: «hemos sido buenos con los otros y jamás hemos sido tratados como objetos por ellos». El mundo no es kantiano sino maquiavélico; ¿no consistió en eso el descubrimiento central de Freud?



¿Y qué decir, pregunta alguien, de la banalidad de todas esas infinitas conversaciones bajo las cámaras y del atrozmente limitado vocabulario de los jóvenes y de las groserías diseminadas como mala hierba en medio de un campo sin labrar? Ä„Ay!, en efecto, qué decir.



Sobre la banalidad diré poco, pues una parte nada despreciable del tráfico humano -que por cierto no aparece en pantalla- está hecho de banalidades y no, aunque nos gustaría quizá que así fuera, de Cervantes y cine arte, de tópicos académicos y profundos juicios, de bellas artes e intercambio de valores. Sólo una mala lectura de la sociedad -masa e individuo, municipio y estadio, sobremesa o chat en Internet- podría llevarnos a suponer que los jóvenes de la fama son más pueriles y vulgares que sus compatriotas o que el resto de la Humanidad. Me imagino que ellos también, como todos nosotros, tienen su capital cultural debidamente tasado y limitado; que sus dramas, como los nuestros, suelen tener momentos de grandeza y de pequeñas miserias; que, a semejanza del resto, sus historias son una mezcla de episodios y rutinas y que, expuestos al ojo potente de la TV, nadie está en condiciones de salir bien parado tras tantas horas de exposición. Nada está más equitativamente repartido que la trivialidad. Y nada hay más escaso que la profundidad poética de la vida.



Tampoco me inclino hacia el velado aristocratismo ético-cultural que suele aflorar en el juicio contra al reality show, incluso entre círculos progresistas.



No me repele, ni rechazo, el carácter lúdico y a ratos plebeyo de la TV; su trivialidad a veces escabrosa; su populismo comercial y posmoderno.



Ni creo razonable acusar a este episódico show de corromper los valores de la sociedad, como se sostiene por ahí, alegando que el programa cultivaba el egoísmo y el exitismo, la envidia y la traición, el resentimiento y la falta de solidaridad. Tal argumento, importado del discurso neo-conservador, oculta bajo un velo de buena conciencia los rasgos agresivos propios de la vida y exagera sus efectos en la TV, mirando para el otro lado, en cambio, cuando esos mismos elementos aparecen en el matrimonio, la familia, la escuela, la empresa, el club, la comunidad, el centro de padres o el coro de la esquina.



Se dramatiza la supuesta naturaleza anti-valórica del reality show, sin apreciar, al mismo tiempo, que éste muestra actitudes y disposiciones entre los jóvenes que la sociedad premia por doquier: alcanzar la fama, llegar a la cumbre, ganar el premio, salir primero, exponerse al límite, aprender a chocar y negociar, forjar alianzas, empeñarse hasta el fin, salir a flote frente a la adversidad, cargar con las propias responsabilidades, valerse por uno mismo, transformarse en empresario de la propia identidad, hacerse merecedor del aplauso de los demás.



En fin, bienvenido el show de la realidad porque nos enseña a coexistir con nuestra propia levedad y la del mundo, así como las noticias nos traen hasta la saciedad el otro lado: el del horror y la gravedad. Al medio estamos nosotros: operadores de símbolos, protagonistas de espectáculos, consumidores de artificios, armadores de ficciones, intérpretes de realidades.



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