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Los Estados Generales de la Concertación

Es inusual constatar que un gobierno a mitad de su mandato, en un marco de salida incipiente de un prolongado estancamiento del crecimiento y de la creación de empleo, de finanzas ordenadas, de bajos niveles de conflictividad social, disponiendo del sustantivo apoyo de la mitad de la población según la última medición del CERC, bajo un liderazgo presidencial socialmente valorado… dé la sensación que nada más se puede hacer.


Todo indica, después de las recientes señales enviadas por la Corte Suprema, y muy especialmente por su Presidente Mario Garrido, que la seguidilla de pequeños y grandes «escándalos» que ha afectado a funcionarios de confianza del gobierno tenderá a encausarse tomando en consideración, a la hora de hacer buena justicia, las dimensiones políticas involucradas en situaciones más irregulares que delictivas. Al mismo tiempo, las críticas reacciones suscitadas entre algunos parlamentarios concertacionistas por la propuesta de construcción de una salida política que fue esbozada por el senador socialista Carlos Ominami, pone en el tapete las profundas diferencias que embargan a buena parte de las elites oficialistas.



Si bien en estas críticas confluyen posiciones díscolas e irracionales como la del senador José Antonio Viera-Gallo, también convergen estrategias políticamente menos inocentes como la del senador Adolfo Zaldívar (PDC), quien al hacer una extraña diferencia entre un misterioso «ellos» (actores de gobierno) involucrados en irregularidades y un «nosotros» aséptico desde el punto de vista de las responsabilidades gubernamentales, vuelve a poner en el tapete de la discusión la pregunta sobre las condiciones políticas de posibilidad de la Concertación.



Más allá de gestos de buena crianza entre los principales líderes concertacionistas en espacios políticos formales (hemiciclo, mesa de probidad) o en esferas sociales informales, no cabe duda que la Concertación adolece no sólo de una crisis de proyecto, sino también de sentidos mínimos de coalición. Prueba sintomática y patética de ello fue la renuncia sin estridencia de Juan Gutiérrez a la secretaría ejecutiva de la Concertación. Esta crisis misional y de sentido no se deja explicar fácilmente, pero exige adelantar algunas hipótesis sobre las cuales resulta posible aventurar una propuesta de solución de controversias en clave refundacional.



Es innegable que se ha instalado desde hace ya tiempo una tendencia a la oligarquización de las elites concertacionistas, entendiendo como tal una asentada lógica de reproducción de sus actores y de prácticas que sólo se explican por la voluntad inconfesable de preservar posiciones de poder al interior del gobierno, de la alianza y de los partidos. En tal sentido, resulta una verdadera distorsión de la práctica política democrática, especialmente en el espacio parlamentario, la denuncia recurrente y estridente, el predominio de la lógica mediática y del espectáculo por encima del juicio y la intervención prudente y racional, con lo cual terminaron por instalarse afanes protagónicos cada vez más restringidos a proyectos personales y ya no colectivos.



Resulta también inobjetable el paulatino deterioro de las relaciones entre gobierno y partidos de la coalición a lo largo de tres exitosas administraciones concertacionistas, lo cual se explica por la necesidad de llevar a buen puerto una compleja transición a la democracia, las inercias monarquizantes del régimen presidencial, incapacidades programáticas propias de los partidos, todo lo cual redundó en la erosión de las complicidades verticales y horizontales al interior de la alianza en todas sus dimensiones.



Lo anterior obliga a armonizar las relaciones entre los partidos y la coalición. En toda alianza, existen a lo menos tres soberanías, la de los partidos, la de la coalición y la del gobierno. La buena salud de una alianza entre varios partidos supone el establecimiento y la aceptación armónica de estas tres soberanías, reconociendo el carácter supremo de la soberanía del gobierno, el cual no puede sin embargo suponer la anulación de la coalición y de sus partidos. Esto no significa que para hacer buen gobierno se requiera asumir los dictados de los partidos. Se trata más bien de armonizar las relaciones entre todas las partes clarificando los lugares formales y reales en donde radica la toma de decisión al interior del gobierno, así como la aceptación de las metas políticas perseguidas por todos.



Sin embargo, nada hace presagiar una mínima armonización de estas tres soberanías, lo cual permite proclamar soledades presidenciales, constatar a la manera de un analista el fin de la Concertación, y en todos los casos resignarse ante el retorno de la derecha a La Moneda el 2006, de no mediar un rápido y profundo proceso de refundación de la coalición.



En ciencias sociales, se suelen constatar situaciones inestables que gatillan comportamientos marcados por la incertidumbre sobre los resultados buscados, generando efectos no deseados o simplemente produciendo las condiciones sociales de posibilidad para una mertoniana profecía autocumplida, en este caso referida a la pérdida del poder político a tres años de su hipotética materialización formal. El misterio de estas profecías es que suelen cumplirse, precisamente porque el comportamiento de todos los actores acaba por regirse de acuerdo con sus parámetros, salvo si se alteran drásticamente las coordenadas que la vuelven posible.



Es realmente muy extraña la situación de la Concertación, dado que es inusual constatar que un gobierno a mitad de su mandato, en un marco de salida incipiente de un prolongado estancamiento del crecimiento y de la creación de empleo, de finanzas ordenadas, de bajos niveles de conflictividad social, disponiendo del sustantivo apoyo de la mitad de la población según la última medición del CERC, bajo un liderazgo presidencial socialmente valorado… dé la sensación que nada más se puede hacer. Allí están los parámetros objetivos en distintos planos sobre los cuales resulta sino posible, al menos pensable reconstituir las bases de la coalición.



Y sin embargo, son esos mismos parámetros los que constituyen la mejor prueba de la envergadura de la crisis política que afecta a la Concertación que no se resuelve gobernando simplemente bien, puesto que al encontrarse inmersa en distintas clases de escándalos que son amablemente distorsionados por la prensa escrita a continuación de un difuso sentimiento culposo al interior de la coalición, pone en cuestión la capacidad de sus elites en ponerse de acuerdo sobre sus fines últimos.



Frente a este conjunto de dificultades y parámetros, no queda otra alternativa que aventurar un esquema inédito de alteración del statu quo, el cual implica refundar la Concertación en un período de seis meses, en cuyo defecto se avanzará entusiastamente hacia su extinción como consecuencia de un eclipse de la razón política.



Los Estados Generales constituyen una modalidad de construcción de acuerdos dotados de fuerte legitimidad proveniente de la tradición revolucionaria francesa. Concretamente, es una instancia cuyo funcionamiento puede ser más o menos prolongado en la que confluye la totalidad de los actores interesados e involucrados en la construcción de acuerdos sobre materias sectoriales o nacionales. En el caso de la Concertación, considerando la naturaleza y envergadura de los problemas que la aquejan, y que ponen en fuerte duda su capacidad de reproducción en el tiempo, los Estados Generales de la coalición debiesen recuperar el espíritu de fundación originario y agrupar a los diversos tipos de organizaciones en las que la Concertación se apoyó antes de conquistar el poder.



En tal sentido, los convocantes a este proceso debiesen ser las propias ONG’s acompañadas por los centros de estudios ligados a la Concertación y por intelectuales, en cuyo marco convergen los partidos de la alianza de acuerdo con una lógica de simetría, lo cual significa que los partidos aceptan horizontalizar su modo de vinculación con otros actores en un proceso destinado a elaborar racionalmente acuerdos que se sitúan en dos niveles.



En primer lugar, acuerdos claros que apuntan al término exitoso del actual gobierno, proclamando con fuerza la adhesión irrestricta a éste y demostrando con gestos simbólicos y con decisiones prácticas la disciplina en el parlamento. En segundo lugar, y simultáneamente, se trata de elaborar el futuro pacto de gobierno para el período 2006-2010, en donde queden plasmadas las misiones y el nuevo espíritu de la coalición, el que debiese estar marcado por metas referidas al bicentenario en aras de alcanzar acuerdos sustantivos sobre la comunidad que forman los chilenos. El espíritu político que debe prevalecer durante los Estados Generales es el de la transversalidad.



El evento en cuestión debiese desplegarse a lo largo de seis meses, lo cual implica diseñar y monitorear todo el proceso de manera metódica y ordenada. Junto a la convocatoria realizada por centros de estudios de la Concertación, organizaciones no gubernamentales e intelectuales, debiese desempeñar un papel regulador y de solución de controversias una comisión de hombres buenos provenientes tanto de los partidos como del «mundo social».



Al término de estos seis meses, se debiese desembocar en una multitudinaria convención que ratifica y consagra los pactos así alcanzados. En caso de producirse discrepancias irreconciliables sobre materias esenciales que amenazan la conclusión de estos nuevos pactos, los actores disidentes (sean políticos o sociales) tendrán que abandonar los Estados Generales, dado que habría quedado de manifiesto la imposibilidad de continuar juntos, o bien asumir públicamente que ellos representan posiciones legítimas pero minoritarias que no forman parte de las metas de esta nueva coalición.



Ciertamente, en la materialización de estos Estados Generales, se requiere una importante dosis de buena voluntad de todos los actores, la puesta entre paréntesis de los proyectos particulares, la adecuación de las definiciones partidarias a esta nueva soberanía emergente, y la complicidad del gobierno. ¿Renovarse o morir? Tal vez. ¿Refundarse o extinguirse? Sin duda.





* Cientista político de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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