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Nuevas formas de desigualdad y democracia


El gran tema de la transición chilena durante los noventa giraba en torno de las libertades. Recién salidos de la dictadura, los mayores esfuerzos políticos del gobierno de Aylwin, proseguidos en el de Frei -y por culminar con el de Lagos- estaban destinados a recuperar, lo más rápido y profundamente posible, todos los espacios de libertad que debían acompañar a la institucionalidad y al proceso democrático.



La necesidad de demostrar, asimismo, que había capacidad de manejo de la economía avanzando, al mismo tiempo, en medidas que permitieran reparar la herencia de pobreza y de profundos desequilibrios económico-sociales que separaban a los chilenos, también fue parte de la agenda gubernativa en la década pasada.



En cuanto al régimen de libertades, tal vez más lento de lo que se hubiera querido, se ha logrado recuperar prácticamente la totalidad de ellas, con algunos rezagos en el ámbito de las decisiones privadas que aún no cuentan con marcos legales suficientes, como bien lo demuestra la ausencia, a la fecha, de una ley de divorcio, la falta de medidas relativas al aborto, ni siquiera terapéutico (al ser el aborto un tabú del que nadie quiere hablar, aún si su práctica es habitual y clandestina), la omisión sobre materias asociadas a sexualidad, a salud reproductiva y a las nuevas problemáticas sobre la vida y la muerte que surgen de los avances científicos.



En el ámbito público, las deficiencias en materias relativas a la relación entre dinero, cultura y medios de comunicación aún sigue entorpeciendo, más que la libertad de expresión, la práctica de un real pluralismo.



Otro tanto se puede apreciar en cuanto a superación de la pobreza cuyos avances se expresan con sólo un cinco por ciento de la población en condiciones de extrema pobreza y con un veinte por ciento de ella, que aún teniendo indicadores de ingreso bajo la línea de la pobreza, ha visto mejorar su situación relativa en cuanto a satisfactores de necesidades básicas, como se constata con los resultados del impacto distributivo de las políticas sociales en los estratos pobres de la sociedad. Con insuficiencias todavía y tareas por continuar, en el espacio de la pobreza se ha progresado y se persiste en ello.



Sin embargo, grande es el déficit en materia de igualdades. Y por si cabe alguna duda, más allá de los datos que se tienen sobre la gran dispersión que muestran los indicadores promedio de educación, salud y trabajo (asociados al nivel socioeconómico de los hogares, lo que refleja alta concentración económica), acaba de publicarse un artículo acerca de un estudio que revela la concentración del poder político en pocas manos pertenecientes a segmentos de la sociedad que tienen, en común, participar de algunos establecimientos escolares en la educación básica y media, a determinadas universidades y, aún más, a pocas carreras.



Si en el pasado republicano la exclusión era mucho mayor que la actual y el nivel promedio de escolaridad era muy bajo, al menos para quienes llegaban a la educación superior, gracias al peso de la universidad pública se producía un fenómeno de movilidad social que desconcentraba, tal vez no tanto el poder económico, pero sin duda el político, lo que a su vez permitía incidir, a través del acceso de estos nuevos sectores medios ascendentes al parlamento y al ejecutivo (con un estado más poderoso que el de hoy), en el control sobre la concentración económica y las reglas del juego del sector privado.



Hoy en día la educación es un bien público de mayor universalidad, no cabe duda. Como también lo es la salud. Una enseñanza básica de cobertura casi total, una notable disminución de la deserción en la educación media, cuestión que se verá aún más reforzada con la reciente ley sobre la obligatoriedad de la enseñanza media y una matrícula en la educación superior diez veces a la de treinta años atrás y aceleradamente duplicada en los últimos diez años.



Sin embargo, y lo que hace más complejo el debate sobre la materia, la expansión educacional, la universalización de su acceso y el crecimiento de la matrícula en educación superior, si bien permite una mejor inserción económica de la población y puede mejorar los niveles de ingreso de las familias a futuro, se acompaña de procesos crecientes de concentración de la calidad educativa en pocos y exclusivos establecimientos que alimentan, no sólo la concentración económica, sino -y más inquietante aún- el poder político.



Otro tanto ocurre con la salud como lo muestra la tecnología y medicina de punta a la que también acceden, ya no los más ricos, sino que una selecta elite (tratamientos como los realizados por la Bolocco son un claro ejemplo).



Esta nueva cara de la desigualdad, que junta concentración económica con aquella del poder político, concentraciones ambas que, esta vez y a diferencia del pasado cercano, no se corresponden con un color ideológico particular (tradicionalmente de la derecha política y de los sectores conservadores de la sociedad), sino de toda la clase dirigencial que se reproduce en el ámbito privado y en el político, entraña serios problemas.



Se evidencian dos modelos de «igualdad de oportunidades» conviviendo al mismo tiempo (y, por lo mismo, de primera y de segunda), en que uno se desarrolla en la esfera de la sociedad en general y que permite mejores accesos y satisfactores económico-sociales (con lo que aumentan las exigencias participativas y las expectativas de movilidad de los ciudadanos) y, otro, que se da en un reducido círculo que distribuye poder político y económico y que mantiene, respecto del anterior, crecientes distancias.



Esta lógica de funcionamiento segrega ambas esferas de la sociedad (sociedad civil y política), genera distanciamiento de la ciudadanía respecto de la política (proceso que se advierte cotidianamente en la realidad chilena) y provoca, como lo demuestran diversos estudios, una desilusión de la democracia. Porque una cosa es contar con instituciones democráticas y otra es la legitimidad y valoración que éstas tengan. Así como la institucionalidad chilena vigente nos proporciona gobernabilidad democrática (amenazada en otros países de América Latina cuya institucionalidad está en crisis), la pérdida de credibilidad o del valor de estas instituciones está afectando la calidad de la política y, por lo mismo, puede llegar a tornar, con el tiempo, poco respetables y marginales al parlamento y partidos, fragilizando la democracia y su gobernabilidad.



La discusión sobre las reformas sociales de Lagos en materia educacional y de salud, así como la que habrá de iniciarse sobre seguridad social y redes de protección, es un camino ineludible para incidir en el actual modelo de desigualdades que se dan, tanto en la esfera económico-social, como política. Y ello supone incorporar, en el actual debate nacional sobre impuestos al consumo y a las empresas, sobre privatizaciones y reasignaciones de gasto publico, la discusión sobre el rol del estado, de los bienes públicos, de los recursos que se deben movilizar y de las fuentes de tales recursos.



El esfuerzo por ciudadanizar la sociedad, es decir, por tener ciudadanos iguales en derechos, rompiendo la lógica no democrática de la concentración económica y política, es la única alternativa de enfrentar las nuevas desigualdades y, desde ahí, las amenazas a la democracia.



*Directora Ejecutiva de la Fundación Chile 21

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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