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Cheyre y la neblina de la guerra

El disimulo y el engaño han sido desde tiempos inmemoriales parte del arsenal de todo cuerpo militar, porque en la guerra -se dice- todo vale, como en el amor. Por eso los militares tienden a confundir la eficacia en el fingimiento con la virtud guerrera.


Los militares, siguiendo el evangelio de su apóstol Von Clausewitz, hablan de la «neblina de la guerra» para explicar o justificar la confusión que sufren en medio de una batalla, cuando las órdenes se alteran, los puntos de referencia desaparecen y las tácticas, desenfrenadas, dejan de tener correspondencia con la meta estratégica. La «neblina de la guerra» es una imagen potente, porque no es difícil imaginar el cóctel de emociones que embriaga a los combatientes cuando ronda por el aire la muerte exigiendo lo suyo.



Pero muchas veces esta niebla no es más que una buena excusa para encubrir errores, de ésos que se miden en vidas humanas y en sufrimiento. Se recurre a la neblina de la guerra para justificar el «fuego amistoso», el «daño colateral» o los «excesos». Ni los encargados castrenses de relaciones públicas ni sus ayudistas civiles se quedan atrás a la hora de inventar eufemismos.



Lo curioso es que esa «neblina» figurada del campo de batalla tiene una contraparte que no tiene nada de metafórica. Me refiero a la cortina de humo con que se pretende ocultar las posiciones y movimientos propios para confundir al contrincante. El disimulo y el engaño han sido desde tiempos inmemoriales parte del arsenal de todo cuerpo militar, porque en la guerra -se dice- todo vale, como en el amor. Por eso los militares tienden a confundir la eficacia en el fingimiento con la virtud guerrera.



También por eso tienen el fetiche del camuflaje y la inclinación a hablar en código. Confundir la virtud guerrera con la virtud moral es una consecuencia de tomarse demasiado en serio los juegos de guerra y de creerse las propias «operaciones sicológicas».



Esto no tiene nada de novedoso, pero no está de más recordarlo en momentos en que los uniformados están, otra vez, deliberando en Chile. Lo hacen a la chilena, por supuesto, como que no quiere la cosa, sabiendo que todo el mundo se hará el leso, pero deliberan igual. Es decir, se reúnen para debatir, dan opiniones sobre política contingente y hacen uso de todos los medios posibles para comunicar una postura institucional. Por reflejo o por costumbre adquirida durante la dictadura, disparan bombas de humo desde todas las posiciones a que acceden, desde la comandancia en jefe hasta la espuria tribuna de las senadurías designadas, pasando por sus ventrílocuos en las páginas editoriales.



La cercanía del aniversario número 30 del golpe militar ha reactivado los movimientos dentro de un campo de batalla muy singular. Se trata del campo de batalla de la memoria, situado de por sí en terrenos escarpados donde reina la penumbra. El enfrentamiento a veces es guerra de guerrillas y a veces se parece más a un cañoneo de agotamiento entre fuerzas bien atrincheradas. Pero de que se trata de una batalla, no hay duda alguna, como tampoco se puede dudar de que es un combate desigual. Lo único incierto es el resultado final aunque, al acercarse los 30 años del golpe de Estado, la dinámica de la memoria empieza a favorecer al bando de los vencidos. En esto seguimos una tradición establecida: la mejor historia, en nuestro país, la han escrito los derrotados, tal vez porque atesoran la memoria como único modo de preservar la dignidad arrebatada.



Esta batalla de la memoria, escaramuza a escaramuza, ha ido revelando los crímenes que los militares y sus aliados civiles negaron durante lustros: el caso Letelier, el informe Rettig, el caso Caravana de la Muerte (rebautizado inútil y cómicamente por El Mercurio como la «comitiva militar»), el caso Tucapel Jiménez, las varias matanzas perpetradas por la DINA y la CNI, las innumerables investigaciones y encausamientos de miembros de las fuerzas armadas, incluyendo la del asesinato de Carlos Prats en Buenos Aires. En cada una de estas instancias judiciales, y en cientos de otras similares, se comprueba no sólo a la culpabilidad de los hechores materiales de los crímenes, sino la existencia de una política represiva de Estado, diseñada y legitimada desde la cúspide misma de la jerarquía militar, con el desmemoriado Pinochet a la cabeza.



No debería extrañar (los ciudadanos de décadas venideras lo verán con una claridad que a nosotros nos está vedada) que la «enfermedad» que salvó a Pinochet de ser juzgado en Chile comprometiera, precisamente, su capacidad de conectar los eventos de su pasado con la situación presente.



No deja de ser irónico destino para un dictador que instaba a «hacer memoria» a aquellos que en un principio lo apoyaron y luego le dieron la espalda. Pinochet tuvo que salir ignominiosamente del campo de batalla, fingiendo no recordar quién era ni quién había sido. Hizo mutis con tretas y simulaciones, tal como había entrado a escena, prisionero de las limitaciones de su carácter. Una vez fuera del escenario, lo seguirán persiguiendo voces como la de Dolores Cautivo en Iquique: «Valiente soldado que te escondes de la Justicia».



Con Pinochet fuera de escena, los vencedores han debido recurrir a otros liderazgos. A primera vista, Cheyre ha sido un comandante en jefe excepcional, celebrado por sus dotes intelectuales (en el cuartel de los ciegos…) y su capacidad diplomática. No hay que olvidar que fueron estas mismas virtudes políticas las que lo destacaran a ojos de Pinochet, quien le confió, entre otras misiones, la de ser su portavoz ante el ejecutivo durante el «boinazo» y la crisis de los pinocheques.



Ahora, proyecta una imagen de profesional y de operador político, entrevistándose con la jerarquía del PS y manteniendo a raya a la alta oficialidad en retiro. Al paracaidista Medina Lois, quien se camufló un tiempo como rector de la Universidad de Chile, y a la oficialidad pinochetista en retiro, les ha advertido que para septiembre toca «apretarse los dientes» y aguantar el chaparrón de homenajes al presidente Allende.



Mientras tanto, manda «señales» que coinciden plenamente con la impresentable propuesta de derechos humanos de la UDI, al mismo tiempo que pareciera imprecar a los instigadores y colaboradores civiles de la dictadura.



Hay que tratar de distinguir, en medio de este esmog comunicacional, cuánto hay de legítima «neblina de guerra» en las maniobras de las Fuerza Armadas y sus aliados por zanjar los casos de derechos humanos, y cuánto hay de cortina de humo para proteger a criminales que vistieron una vez el uniforme.



Si los civiles no sabemos distinguir entre verdad y mentira, cualquier reconciliación que se obtenga en estos momentos, por simbólica que nos parezca la fecha, va a estar viciada. Y mientras las fuerzas armadas sigan creyendo que sus intereses coinciden con los de los asesinos y los torturadores, estaremos viviendo en un neblinoso campo de batalla, un puro simulacro de país.



(*) escritor y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Haverford, EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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