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El ejemplo de Sudáfrica

Para dar vuelta la página, construir el futuro y cerrar el pasado, hay que sanar las heridas con verdad y justicia. Hay que establecer responsabilidades; hay que dar a conocer el destino de los detenidos desaparecidos; hay que pedir perdón; hay que exigir un nunca más.


El tema de los derechos humanos es nuevamente parte central de la vida nacional. Es una realidad que nunca se ha ido y el gran problema radica en que los responsables de las violaciones no las admiten, quedándole a la justicia y los familiares la tarea de seguir esa larga lucha. En otro país, a un continente de distancia, las heridas causadas por las graves violaciones a los derechos humanos han sido restañadas gracias a que una Comisión de Verdad y Reconciliación efectivamente estableció la verdad y entregó justicia, abriendo el camino a lo que hoy en día es un país con un tejido social reconstituido. Ese país es Sudáfrica.



A cargo del Arzobispo Desmond Tutu, la Comisión de Verdad y Reconciliación inició el difícil camino de reconstruir la verdad histórica de Sudáfrica desde el momento de la creación del apartheid, de la implementación de la leyes de seguridad, de la violación sistemática de los derechos humanos y de la exclusión de la mayoría negra de la vida nacional.



Tutu, hombre de intachable moral y sentido de justicia que en los años 80 se alzó como referente moral de la lucha contra el apartheid, logró lo que la Comisión Rettig no pudo hacer. Es importante recordar que Sudáfrica, bajo el gobierno de Nelson Mandela, creó la comisión en base a la experiencia chilena.



Pero a diferencia del caso chileno, a la Comisión se le entregaron herramientas para que no sólo se buscara la verdad histórica, sino también se hiciera justicia. ¿Cómo lo logró? Con facultades judiciales. La Comisión tuvo atribuciones para citar a declarar a los agentes de los servicios de seguridad, para recomendar sentencias y para otorgar clemencia a los agentes que entregaran información.



Otro punto importante fue que los familiares pudieron entregar, de cara a los acusados, impactantes testimonios sobre el arresto, asesinato o desaparición de sus seres queridos y sobre sus vidas luego de ello.



De los agentes de seguridad que comparecieron, muchos terminaron procesados y pocos fueron los que negaron su responsabilidad. Al contrario de lo que ocurre en Chile, los responsables asumieron sus actos junto con pedir perdón a los familiares. En un gesto de gran humanidad los familiares aceptaron esos pedidos de perdón, pero no antes de que los autores reconocieran sus crímenes.



Luego la Comisión Tutu recomendó sentencias que en muchos casos llevaron a los culpables a la cárcel, pero también la conmutación de penas a quienes entregaron la información que ayudó a reconstruir esa espantosa historia de violaciones y atrocidades, sobre todo luego de asumir su responsabilidad en los hechos imputados y de pedir perdón.



Eso no ocurre en Chile. Los responsables de las violaciones a los derechos humanos siguen convencidos de ser soldados victoriosos a quienes nada debe reprocharse. En una entrevista en El Mercurio, el conocido torturador de la DINA Miguel Krasnoff Marchenko dijo que era «sólo un analista». Ello pese a testimonios irrefutables de diversas fuentes de que era un torturador y de que entre quienes lo reconocen como participante en interrogatorios se encuentra la propia Ministra de Defensa.



Krasnoff, habiendo estado presente en los centros de detención y tortura de la DINA, dice que no vio nada, no escuchó nada y nunca supo nada. Él es un ejemplo del cobarde que no asume su responsabilidad. Incluso se lamenta de haber sido pasado a retiro por el General Ricardo Izurieta sin haber ascendido al generalato.



En cambio el General Juan Emilio Cheyre busca una solución integral donde no sólo el Ejército asuma su responsabilidad, sino que otros estamentos de la sociedad también lo hagan para que el «nunca más» sea eso: nunca más.



Pero hay un grupo duro de generales y almirantes que preferirían silenciar las violaciones a los derechos humanos pidiendo la aplicación de la ley de amnistía o su defecto indultos, conmutaciones o rebajas de pena.



Quienes también deben asumir su responsabilidad son los civiles que azuzaron el golpe de Estado desde que fuera asesinado el General René Schneider y que luego apoyaron los atentados terroristas, el sabotaje económico y los paros de gremios profesionales para terminar arrojando maíz en la puerta de los cuarteles. Son esas las personas que -tranquilas hasta ahora- también deben asumir su responsabilidad por el quiebre democrático de nuestro país.



El General Cheyre incluso logra el apoyo de ocho ex-vicecomandantes en Jefe del Ejército que se hacen eco del «nunca más». Pero ese nunca más debe ir acompañado con justicia, con entregar toda la verdad y con que cada responsable asuma lo que hizo o que la justicia lo haga por él.



La Armada no asume su rol en el golpe de Estado ni reconoce que el Buque Escuela Esmeralda fue centro de detención y tortura. Lo digo con conocimiento de causa porque conozco personalmente a una mujer detenida y torturada a bordo.



Entonces, cuesta creer las palabras del Almirante Miguel Vergara, quien dice en la Entrevista del Domingo de TVN que «no sabía nada de nada» y no tenía idea de lo que estaba pasando. Quizás él no; pero sí sus oficiales de seguro saben que la Armada violó los derechos humanos y que el Esmeralda fue un buque cárcel.



La Armada insiste en que mira hacia el futuro y no se preocupa del pasado. Pues bien, el futuro de la Armada anda en gira por Europa a bordo del Esmeralda. Este no es recibido o recibe protestas por violaciones a los derechos humanos en cada puerto en que recala.



Los futuros oficiales de la Armada, muchachos crecidos en democracia, tienen que dar la cara por marinos veteranos incapaces de asumir sus responsabilidades. Entonces, en vez de disfrutar de una experiencia única, son víctimas de un pasado que no es suyo. Deben responder de una historia cuya verdad se les ha ocultado. Es una falta de respeto hacia esos jóvenes que oficiales en servicio activo y en retiro se obstinen en negar toda violación a los derechos humanos y, peor aún, lo que todo el mundo sabe: que el Esmeralda se usó como buque cárcel.



Para dar vuelta la página, construir el futuro y cerrar el pasado, hay que sanar las heridas con verdad y justicia. Hay que establecer responsabilidades; hay que dar a conocer el destino de los detenidos desaparecidos; hay que pedir perdón; hay que exigir un nunca más.



De esa forma lograremos reconstruir el tejido social de nuestro país, como lo hizo Sudáfrica, que reconstruyó una sociedad multiétnica, multicultural y multirracial con la verdad y la justicia.



Ése es el tipo de sociedad que debemos reconstruir en Chile. Y junto con el nunca más, debemos ser también como los europeos y levantar monumentos y recordatorios permanentes; parques, ejemplos vivos del nunca más, y enseñar en las salas de clase toda la descarnada realidad de lo que ocurrió. No olvidar las brutales violaciones a los derechos humanos ocurridas en nuestro país es uno de los requisitos para empezar a construir ese nunca más.



* Jorge Garretón es periodista chileno residente en Canadá..



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