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Los jueces y la ley

Los planteamientos del Ministro Cerda, lejos de ser una peligrosa doctrina judicial, aparecen como una acertada comprensión de la labor que a los jueces les cabe, en cuanto protectores de los derechos fundamentales de las personas.


Gran revuelo han causado las declaraciones del Ministro de la Corte de Apelaciones de Santiago, Carlos Cerda, respecto de la sujeción que los jueces han de tener a la ley. El ex Presidente del Tribunal de Alzada capitalino señaló que «cualquier ley que se dicte no ha de ser vinculatoria para los jueces, sino en la medida en que ellas mismas sean dictadas conforme a los derechos esenciales que la Constitución ordena resguardar y que el derecho internacional, aun no escrito, exige como referente básico para la convivencia civilizada».



Frente a este aserto, numerosas han sido las manifestaciones en contra que personas ligadas al mundo del Derecho han planteado. En general, se dice, las aseveraciones del Ministro Cerda importan colocar a los jueces en una posición superior a toda nuestra institucionalidad, desconocer el principio de separación de funciones y abrir la puerta a la temida discreción judicial y a la inseguridad jurídica. ¿Cómo es posible, se sostiene, quedar vinculado por un derecho no escrito? ¿Cómo controlar el tremendo poder que tendrían los jueces si pudieran, «a su arbitrio», desconocer la letra de la ley por estimar que ésta vulnera derechos fundamentales? Tales interrogantes han puesto en alarma a numerosos juristas, quienes ven en las declaraciones en comento una «peligrosa doctrina judicial».



Con el solo objeto de contribuir, si se puede, a este interesante debate, me permito avanzar algunas ideas. En primer lugar, lo que se ha dado en llamar la «doctrina Cerda» no parece ser más que una reiteración de lo que la Carta Política chilena establece. En efecto, aun cuando se le acusa de propiciar la inobservancia de la Constitución -al sostener, como hemos dicho, que los jueces están vinculados, antes que todo, por los derechos fundamentales básicos de las personas-, es mi impresión que el Ministro Cerda sólo ha efectuado una lectura de los mandatos constitucionales contenidos en el Capítulo I del mal llamado «Código» Político.



Allí se prescribe claramente que el ejercicio de la soberanía tiene como límite «los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana» (art. 5ÅŸ, inc. 2ÅŸ), o, lo que es lo mismo, que el legislador, cuando desempeña su función principal -que es dictar leyes-, puede hacer todo cuanto quiera dentro de la esfera de lo que Ferrajoli llama «lo negociable». Sabido es que una de las grandes conquistas del constitucionalismo -aquel excéntrico fruto que florece sólo en ciertos lugares, al decir de Nino- es la subordinación de la política al derecho. Esto es, que allí donde el derecho servía como instrumento para el impulso de cualquier iniciativa, con independencia de su contenido sustantivo, hoy existe una serie de convenciones que circunscriben el ejercicio de lo decisional, o sea, del ejercicio de la soberanía. Tales acuerdos o convenciones son, precisamente, los derechos fundamentales.



En seguida, la Carta Fundamental dispone, en el mismo artículo 5ÅŸ, el deber de los órganos del Estado -incluidos, desde luego, los jueces- de «respetar y promover tales derechos, garantizados por [la] Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes». Lo anterior significa, sin más, que los derechos fundamentales que limitan el ejercicio de la soberanía no son sólo aquellos situados en el artículo 19, sino que, además, todos aquellos que la comunidad jurídica internacional -tan vapuleada en estos días- ha comprendido que son dignos de proteger.



A poco andar, nos encontramos con una de las normas más poderosas de la Constitución -aunque no por ello, fuertemente utilizada. En efecto, el artículo 6ÅŸ establece dos principios categóricos de nuestro sistema institucional: por una parte, el conocido principio de supremacía constitucional y, por otra, el principio de vinculación directa. En virtud de éstos, los jueces -en tanto órganos del Estado- están obligados a «someter su acción a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella», sin que puedan aducir que no están vinculados por las normas jurídicas constitucionales, ya que el inciso segundo de dicho artículo expresamente los somete, en cuanto integrantes de un órgano del Estado, a los mandatos en ella contenidos.



Sabido es que las directrices que hasta ahora se han revisado no obligan exclusivamente a los miembros del Poder Judicial. El artículo 6ÅŸ no distingue y extiende su imperativo de sometimiento a la Constitución (y a las normas dictadas conforme a ella) a «toda persona, institución o grupo». Entonces, ¿por qué el revuelo causado por las declaraciones del Ministro Cerda?



Recordemos que lo que dijo el Ministro es que los jueces no están vinculados por la ley si ésta transgrede normas sobre derechos humanos, contenidas en diversos cuerpos normativos (e, incluso, normas de derecho internacional no escrito). ¿Por qué? ¿Por qué ello es así? Por la sencilla razón que la propia Carta Fundamental así lo ha establecido.



Si el legislador se extralimita en sus funciones, como sería si dicta una ley que no respeta los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, viola el mandato contenido en el art. 5ÅŸ de la Constitución Política. Ahora bien, como el juez está llamado a «decir el Derecho», si frente a un caso particular tiene aplicación algún precepto legal que infringe las normas constitucionales, su deber (constitucional) es apartarse de él, toda vez que es la propia Constitución la que le impone la obligación, no de someter su acción a la ley -cualquiera que ésta sea-, sino de sujetarse a las normas dictadas en conformidad con la Carta Fundamental.



El argumento precedente no es más que una reiteración de la conocida «lógica de Marshall»: si una ley común pugna con lo dispuesto por la Constitución, o bien la norma legal es inválida -y cobra vigencia el principio de supremacía constitucional-, o al legislador le hemos otorgado el poder para derogar la Constitución mediante una simple ley y, consecuentemente, la pretensión de normatividad del Texto Fundamental es inexistente.



Pues bien, es en esta línea que los planteamientos del Ministro Cerda, lejos de ser una peligrosa doctrina judicial, aparecen como una acertada comprensión de la labor que a los jueces les cabe, en cuanto protectores de los derechos fundamentales de las personas. Creer que con esto se echa por tierra nuestra institucionalidad -como algunos han sugerido- no es sino una reivindicación de la tristemente célebre frase de Montesquieu («los jueces son la boca que pronuncia las palabras de la ley»), que desconfía de la capacidad de quienes han de impartir justicia y espera de ellos una simple labor mecánica, propia de seres inanimados. Que los jueces tengan la facultad de apartarse de una ley que vulnera principios y derechos constitucionales, me parece, no es más que una correcta lectura de las bases de nuestra institucionalidad.





* Profesor Ayudante de Derecho Constitucional. Universidad Diego Portales.



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