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Los acomodos de una ley de divorcio

El ejercicio de la libertad no es gratis. Implica responsabilidad. Si no se está dispuesto ha asumir las consecuencias que implica comprometer noblemente su voluntad para toda la vida ¿no sería más sincero, acaso, asumirlo desde un comienzo?


La Sala del Senado ha aprobado en general la idea de legislar acerca de una ley de divorcio, que es, en definitiva, lo que buscaba la moda de lo «políticamente correcto». Ni encuestas de opinión pública favorables al divorcio con disolución de vínculo, ni menos una curiosa mayoría formada por una heterogénea cantidad de «presionados y amenazados» -nadie sabe por quién, tal vez por sus conciencias-, podrá declarar como algo deseable o bueno aquello que no lo es.



Curiosa paradoja es aquella de quienes, por un lado, procuran acabar con un elemento esencial del matrimonio, como es la indisolubilidad y, por otro, se resisten tenazmente a que quienes desean casarse para toda la vida lo puedan hacer con reconocimiento de la ley civil. Ä„Por ningún motivo! Se trataría de una presión ilegítima!, alegan.



Pareciera que se clamara por el derecho de decir al momento del matrimonio te amo y me comprometo contigo para toda la vida hasta que la muerte nos separe y, al mismo tiempo, se guardase un as bajo la manga, so pretexto que la ley no admite compromisos para siempre. De ahora en adelante el matrimonio, desechable, durará lo que dure el suspiro del amor efímero de quienes se niegan a comprender que también hay un compromiso con los hijos y con la sociedad.



El ejercicio de la libertad no es gratis. Implica responsabilidad. Si no se está dispuesto ha asumir las consecuencias que implica comprometer noblemente su voluntad para toda la vida ¿no sería más sincero, acaso, asumirlo desde un comienzo? Bien podría decirse, a la inversa de lo que algunos sostienen, qué impide que un hombre y una mujer, conscientemente y optando por una unión susceptible de ser disuelta bajo ciertas circunstancias, puedan vivir juntos para toda la vida. El plantear que es una amenaza la sola posibilidad jurídica de optar legalmente por un matrimonio indisoluble o bien de otorgarle efectos civiles a un matrimonio religioso, como lo planteara el padre Alberto Hurtado mucho tiempo atrás, no es más que rehuir la responsabilidad y la sinceridad en la toma de decisiones.



Lo que ocurre es que, en el fondo, se reconoce que lo que diga o no la ley no da lo mismo. Aunque no se reconozca explícitamente, quienes no aceptan el reconocimiento jurídico del matrimonio indisoluble están admitiendo que la ley tiene un sentido orientador. Se teme que la ley pueda consagrar formas más nobles de matrimonio porque saben que esta sola posibilidad podría implicar un demérito para la opción que a ellos les gustaría ejercer.



No nos engañemos. La ley tiene una función mayor que la que algunos desean atribuirle en estas materias. La ley debe ser una guía de aquello que es bueno para la sociedad. La ley tiene una función pedagógica y orientadora. La ley debe propender a la consecución del bien común. Tiene una importancia fundamental la consagración de un concepto claro de matrimonio por parte de la ley, que indique a las personas el paradigma al que deben ajustar su conducta. La función de nosotros, los legisladores, en este campo no puede reducirse a rescatar lo poco que queda tras el fracaso del matrimonio.



Con cuánta frecuencia escuchamos frases como: «esto ocurre en la realidad, luego, reconozcámoslo y legislemos sobre sus consecuencias». ¿No es ésta, acaso, la lógica argumental subyacente en aquellos países en que se ha admitido el matrimonio entre homosexuales o, aunque provoque reparos por la comparación, en el aborto? Quizás en lo inmediato se dirá que no. Mas, no me extrañará que a poco andar muchos terminen claudicando y aceptándolo, a excepción, evidentemente, del matrimonio indisoluble. Ä„Eso, no!



No encuentro conveniente seguir la moda de otros países, ni menos pasar por alto la evidencia empírica que nos muestra las negativas consecuencias que la experiencia divorcista ha tenido en otros lugares.



Lo que hoy el Senado está discutiendo es una modificación muy profunda a la ley de matrimonio civil, perdón, a una ley de divorcio y no necesariamente al Código Civil. El art. 102 no ha sido modificado, ni por la Cámara de Diputados, ni por la Comisión de Constitución de Legislación y Justicia del Senado y, más aún, la Comisión rechazó unánimemente su modificación. De lo anterior se infiere que hay que ser muy cuidadoso en los alcances reales del debate actual. Lo que sí debe preocuparnos es de los chilenos sencillos y modestos que no se sienten ni interpretados, ni actores de una legislación engañosa y compleja, tal vez nunca llegarán a entenderla y menos será accesible para ellos tanto por su contenido como por la costosa y ajena malla que se plantea. Alguien me decía que ella será sólo para algunos acomodados que se acomodarán con sus disposiciones. Pero los hijos y las mujeres: bien, gracias. La mujer perderá los derechos hereditarios de su marido y además, el derecho a alimento, como consecuencia y efecto del divorcio.



Si es cierto que el Estado desea ser pluralista y tolerante, en la discusión particular de esta intolerante ley de divorcio debe dejar algún espacio de libertad a miles de chilenos que creemos que el matrimonio, fundamento y origen de la familia, tiene como característica esencial su unidad e indisolubilidad. Como son permanentes e indisolubles los vínculos de los padres con los hijos, de los hermanos entre sí, como también son permanentes e indisolubles los recuerdos de quienes nos dieron la vida.



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