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Minorías y reconocimiento

Lo que ocurre es que hoy día todos somos minorías -desde el pobre indígena del sur, al empresario católico- porque todos, en alguna medida, queremos contar con una identidad que nos distinga, una identidad que le confiera sentido a nuestras vidas, en base a la cual podamos educar a nuestros hijos y que, por sobretodo, nos evite esa incómoda sensación de que, a fin de cuentas, no existimos.


Uno de los fenómenos más notorios de los tiempos que corren es la magnífica diversidad cultural y étnica que los países son hoy día capaces de exhibir y de hacer explícita.



De acuerdo a estimaciones recientes, ciento ochenta y cuatro países independientes del globo, poseen sobre seiscientos grupos lingüísticos y, en su conjunto, más de cinco mil grupos étnicos. Los países latinoamericanos contabilizan, por sí solos, cerca de ochenta y dos grupos lingüísticos. Como resultado de ello, son en verdad pocos los países del mundo en los que los ciudadanos hablan una sola y misma lengua y reconocen su origen en un mismo grupo étnico.



La globalización no es, por supuesto, la causa de este fenómeno; pero no cabe duda que la lenta delicuescencia de las fronteras, la expansión del mercado y del consumo y la homogeneidad técnica que comienza a esparcirse por el mundo, en vez de contribuir a la homogeneidad, parecen estimular un renacer de las identidades y las pertenencias colectivas que, hasta hace poco, parecían ahogadas.



La etnicidad muestra hoy día un particular vigor en la política, como lo muestra el caso de Chiapas, la ya vieja desintegración de la URSS, o la limpieza étnica -la hemos casi olvidado- llevada a cabo por los serbios en Bosnia, en 1994.



En el caso de nuestro país, el fenómeno posee un ritmo y una intensidad creciente desde la recuperación de la democracia el año 1989.



Poco a poco, diversos grupos cuya identidad se reconoce en pueblos originarios -es decir, pueblos conquistados por Europa y luego asimilados por el estado nacional del siglo XIX- reivindican para sí un lugar propio en el Estado, solicitan se reconozcan sus peculiaridades y se les permita irrumpir en la escena pública.



Las escenas de mapuches en el sur, hombres y mujeres, viejos y niños, vistiendo sus atuendos y resistiendo diversas acciones de modernización, desde la explotación forestal hasta la construcción de centrales hidroeléctricas, son un ejemplo de este renacer de las identidades culturales al parecer ahogadas durante la vigencia plena del estado nacional. Lo mismo ocurre con los grupos del norte -los atacameños- que ven en la regulación de las aguas un atentado definitivo no a su bienestar, sino a lo que ellos son.



Acostumbrados a ocultarse, a negar su pertenencia, esos grupos hoy día comienzan a exhibirla casi impúdicamente, como si fuera una prueba de los títulos que les asisten para esgrimir sus reivindicaciones. Los mapuches urbanos -descendientes de migrantes que hicieron severos esfuerzos por borrar sus huellas y asimilarse- comienzan a reunirse hoy en los barrios de Santiago y principian a recrear los viejos sabores que tanto se habían empeñado en borrar de su memoria.



Detrás de las diversas demandas de esos grupos -desde los reclamos de bienestar a las reivindicaciones de tierras- se oculta, quizá, algo todavía más profundo: la demanda de reconocimiento, el deseo de esos grupos de comparecer con su cultura y con su memoria en la vida colectiva.



No es fácil, por supuesto, satisfacer esos deseos de reconocimiento en un estado constitucional. Todavía pensamos que el estado constitucional es indisoluble de una extendida y homogénea conciencia nacional y, por lo mismo, nos sentimos tentados a calificar las demandas indígenas de insensatas o de meros arcaísmos producto de la pobreza o la exclusión.



Nos gusta pensar, por eso, que quizá el problema indígena sea un asunto de puro bienestar y que cuando el mercado se expanda y los grupos, hasta ahora, marginados se integren a la expansión del consumo y a la rutina de los malls, estas demandas parecerán, simplemente, un mal sueño.



Con todo, la experiencia muestra que las identidades colectivas en vez de ser apagadas por la expansión del consumo, tienden, por el contrario, a inflamarse. Y no es un fenómeno que atinja sólo a las minorías indígenas.



La delicuescencia del Estado nacional y la mundialización de la técnica y del mercado obliga incluso a quienes hasta hace poco formaban parte de las elites, a inventarse una identidad que los ayude a soportar el tráfago de la modernización. Sólo que esa identidad no reviste la forma de un pasado indígena, sino la forma, al parecer más digna, de un presente religioso.



El surgimiento de ciertas formas de religiosidad que en nuestro país es hoy día posible observar -donde las elites intentan hacer su vida al compás de sus creencias, resistiendo el ideal republicano de ciudadanía- es un fenómeno, me parece a mí, análogo al fenómeno indígena y, con toda seguridad, planteará, hacia el futuro, similares problemas de reconocimiento.



Lo que ocurre es que hoy día todos somos minorías -desde el pobre indígena del sur, al empresario católico- porque todos, en alguna medida, queremos contar con una identidad que nos distinga, una identidad que le confiera sentido a nuestras vidas, en base a la cual podamos educar a nuestros hijos y que, por sobretodo, nos evite esa incómoda sensación de que, a fin de cuentas, no existimos.





* Decano Facultad de Derecho Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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