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Del dolor a la esperanza


Los derechos humanos son universales, esta afirmación tan sencilla, conlleva consecuencias jurídicas y políticas de verdad superior, jurídicamente la naturaleza universal de los derechos humanos, significa que su prédica comprende toda época, circunstancia histórica y abarca todo tipo de sujetos. Constituyen en su dimensión decimonónica un poderoso mecanismo de protección frente a un Estado absoluto que se percibía como agresor de los derechos de sus súbditos.



Hoy, en su dimensión más contemporánea, abarca naturalmente dicha acepción, pero también constituye una garantía frente a los actos u omisiones de personas y de empresas. Por ejemplo, el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación su afectación por lo general es imputable a entes privados que contaminan nuestros bosques, nuestras aguas o bien aquellos que manipulan genéticamente nuestros alimentos.



Si aceptamos esta premisa, podemos señalar que estos derechos en tanto son violados generan responsabilidad civil y penal para quienes los violan, lo que permite sin lugar a duda una construcción civilizada para protegernos de los Pinochet. De allí que nos parezca relevante avanzar en la línea de constituir un sistema de jurisdicción universal principio resistido por Estados que generalmente han oprimido a sus propios pueblos y por aquellos que en beneficio de un sistema de vida que se considera razonable los violen en las aldeas de sus vecinos.



En consecuencia, es necesario que reconozcamos con todo el dolor y la vergüenza que esto nos provoque, que en Chile la dictadura militar violó los derechos humanos de aquellos que eran disidentes al régimen, que dicha violación fue brutal, que importó las formas más horrorosas de violencia física, y que los responsables de dichas violaciones, no solo los que apretaron el gatillo, sino también aquellos que detentando posiciones de poder no hicieron nada para impedir tales violaciones, y en muchos casos las disfrazaron e incluso la justificaron deben ser juzgados.



Esta verdad, que nos duele, que no nos llena de impotencia y rabia, no puede ser acallada, y ninguna autoridad, ningún grupo o colectivo puede sugerir o exigir que se olvide. Es solo a partir del reconocimiento de esta verdad y de su socialización, que se traza el camino a una sociedad respetuosa de los derechos humanos, de una sociedad que se construye en sus pactos de convivencia pacifica fundada en la noción de dignidad de la persona humana.



En ese orden de ideas, podemos afirmar que ni la amnistía ni la prescripción son remedios jurídicos legítimos que vayan a traer por arte de magia un Nunca Más. Sólo la aplicación de las normas de derecho internacional humanitario nos permitirán como sociedad enfrentar nuestro dolor y hacer el duelo necesario y a través de ellas los jueces establecerán las responsabilidades penales y civiles de quienes violaron esos derechos, insisto en algo que se nos olvida siempre, no solo respecto de militares sino de aquellos civiles vinculados al régimen y que son los mismos que amenazan hoy en día recurrir al Tribunal Constitucional para impugnar la Convención Americana Sobre Desaparición Forzada de Personas, los mismos que hace un año atrás impugnaron en defensa de nuestra soberanía nacional, el estatuto universal de la Corte Penal Internacional.



Tenemos justa duda al ver al Diputado Longueira y al Senador Orpis promoviendo soluciones para las familias de los detenidos desaparecidos de Iquique, cuando se han opuesto sistemáticamente en avanzar en soluciones de fondo comprometidas con la dignidad de la persona humana como son la aprobación de los tratados que he mencionado o cuando han presionado en forma grosera a los Tribunales de Justicia para aplicar la ley de amnistía, pues un razonamiento judicial en contrario les hacía gritar en junio de 2000: «paren la chacota».



El nunca más, para que no sea una frase vacía, exige actos concretos de reconocimiento de responsabilidades por los horrores del pasado, pero ese es sólo el punto de partida.



Para transitar del dolor a la esperanza, del grito de la muerte al grito de la vida, de la cultura del terror a la cultura de los derechos, es necesario que la oposición de derecha exorcice su furúnculo fascista y concurra desde el Congreso y con el conjunto de la sociedad civil a la construcción de una cultura respetuosa de los derechos humanos, este esfuerzo se lo debemos a las víctimas de la represión y nos lo debemos como sociedad.





(*) Abogado, Master en Derechos Fundamentales de la Universidad Carlos III de Madrid.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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