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El mea culpa de Guastavino y el ‘gatopardismo’ económico


El común denominador entre los políticos con ‘culpa’ (por sincera que sea) es que su brújula ideológica pierde el norte ‘magnético’. De ahí en adelante, puede apuntar para cualquier lado. Y cuando la culpa es patológica, como parece ser el caso de Guastavino, la autoflagelación los puede llevar hasta la ‘identificación con el agresor’, en cuanto concluyen que ellos son tan responsables del golpe, como los que lo llevaron a cabo.



Según Hobsbawm, «el rol de un historiador es recordar lo que otros olvidaron». Guastavino muestra ser mejor político que historiador: su capacidad de recuerdo no es sólo extremadamente limitada, sino últimamente muy cómoda. Sus palabras lo dejan en una posición políticamente práctica en el Chile de hoy. Así como el período de la Unidad Popular es un caso paradigmático de lo que Hobsbawm llama ‘la época de los extremismos’, el Chile de hoy (y, aparentemente, la actitud de Guastavino) lo es de la uniformidad chata que caracteriza la ‘época del fin de la historia’. Como bien dice Moulian en otra columna de El Mostrador.cl: si todos somos culpables del golpe, nadie termina siendo culpable por el episodio más triste de la historia nacional, y así logramos el último absurdo de una uniformidad ionesquiana. Bueno, también ayuda a crear la ilusión de que en Chile aún hay algo de equidad: la responsabilidad frente el golpe.



Mi recuerdo personal del período de la Unidad Popular es muy distinto del de Guastavino. Es del orgullo de haber sido, a una edad muy temprana, uno de los directores de Chuquicamata durante su proceso de nacionalización. Es el de haber formado parte de un equipo que -junto al esfuerzo de los trabajadores del cobre- no sólo nacionalizó la mina ‘a tajo abierto’ más grande del mundo, sino que logró mantener y luego aumentar la producción de cobre sobre el nivel previo a la nacionalización, constituyendo, según expertos en el tema, el primer caso en la historia del Tercer Mundo. Claro, no somos muchos los directores de Chuquicamata de esa época que sobrevivimos para contar el cuento.



Sin embargo, siguiendo el análisis de Guastavino, las familias de David, Haroldo y tantos otros deberían estar, ahora, algo más tranquilas, pues al menos saben que ellos ya limpiaron sus deudas con la historia (pagando con sus vidas su cuota de ‘responsabilidad’ en el golpe) ¿Y qué acrobacia hacemos ahora (en este circo ideológico que caracteriza a tanto del Chile de hoy) que nos ayude a reinterpretar lo que ocurría sólo kilómetros más abajo, donde Eugenio, mi amigo de la infancia del Verbo Divino, agonizaba en medio de cobardes torturas que hasta el día de hoy me son inimaginables?



Por supuesto que todos los que participamos en el proyecto de la Unidad Popular, de alguna forma u otra, somos responsables de sus errores y omisiones y en definitiva de su fracaso wagneriano. Pero del golpe, de la dictadura y de su terror, por favor, no construyamos telenovelas de una historia tan dolorosa.



Quisiera enfatizar que las palabras de Guastavino son importantes porque reflejan una actitud generalizada en el Chile de hoy, caracterizada por su intento de generar amnesia colectiva vía ‘recordar para olvidar’ -en particular cuando se acerca el triste aniversario número treinta de aquella tragedia-. Al menos, Guastavino es explícito en su conversión a la chata uniformidad ideológica de la ‘post-modernidad’ globalizadora (aferrada a la mayor utopía de todos los tiempos, la meta-narrativa fetichista del ‘mercado’). Esta transparencia de Guastavino no es tan clara en la mayoría de los ‘nuevos convertidos’ de la Concertación, donde destacan algunos de mis colegas economistas cuyo discurso ‘gatopardista’ no es más que la contraparte del de Guastavino.



La economía del continuismo a-la-Gatopardo: cuando todo tiene que cambiar para que todo pueda seguir igual



Bien se sabe que cuando Pinochet llamó al plebiscito del 88, trató desesperadamente de que se transformara en una votación sobre la política económica de la dictadura. Los estrategos de la naciente Concertación, y con justa razón, decidieron no caer en esa trampa, manteniendo el debate en el sitial que le correspondía. La alternativa que se votaba era si Chile iba a continuar otros 8 años más como república bananera, o si iba a recuperar su honor, su tradición democrática y su historia verdadera. El costo fue primero callar y luego apoyar ‘el modelo’. El beneficio inmediato fue infinito.



Sin embargo, la Concertación, una vez gobierno, siguió el conocido camino de los cambios fundamentales en la historia: los que siempre parten de urgentes necesidades ‘prácticas’, pero luego se transforman en ‘política’, y finalmente terminan siendo ‘ideología’. Así, muchos de los economistas de la Concertación, rápidamente, se convirtieron a los cuatro grandes ‘principios’ del capitalismo globalizador: (i) todo lo que ocurrió antes fue errado, ineficiente y populista; (ii) una vez realizadas las ‘reformas’, todo cambio es necesariamente para peor; (iii) ahora lo único que importa es generar ‘credibilidad’; y (iv) la política económica debe estar dominada por la lógica ‘de situación en permanente estado de emergencia’.



Respecto de la primera, como el fenómeno no es sólo chileno, sino prácticamente universal, las palabras de Gustavo Franco, Presidente del Banco Central de Brasil hasta la crisis económica del 99, son reveladoras. En una entrevista a la revista Veja, junto con reafirmar la uniformidad de la ideología contemporánea, declarando que «hoy día en Brasil la alternativa es clara: o uno es neo-liberal, o es neo-idiota [neo-burro]», afirmó en seguida que su labor era la de «rehacer 40 años de estupideces [besteira]». El hecho que Brasil durante la mayor parte de esos 40 años fuera una de las economías más dinámicas del mundo, según el propio Franco, es sólo un detalle de la historia.



Respecto de la segunda -una vez instaurado el neo-liberalismo, todo cambio es necesariamente para peor-, el punto es tan obvio que no necesito explayarme. Sobre el tercero, el problema central de tantos de mis colegas y amigos era ¿cómo vender credibilidad sin creer? Después de todo, 18 años de ateísmo neo-liberal (Ä„y tantas notables publicaciones criticando el ‘modelo’!) no eran la mejor carta de presentación. La Concertación requería de una expresión de fe que en principio no podía ofrecer. Se necesitaba de un ‘milagro’, que al final ocurrió.



Según el filósofo brasileño Paulo Eduardo Arantes (en un brillante análisis micro de los primeros seis meses del gobierno de Lula), la filosofía pascaliana sale al rescate en esas difíciles situaciones. Lo que hay que hacer es simplemente seguir el camino del ritual: «Haga como si creyese y la credibilidad -y la creencia- vendrán por sí solas». Esto es, si al inicio de la Concertación no se creía realmente en ‘el modelo’, una rígida devoción a la liturgia terminaría creyendo por ellos (y hasta con naturalidad).



La clave estaba en no mezclar lo que hacía con lo que decía que se hacía. En ensayar un quiebre esquizofrénico entre discurso y realidad. En repetir y hacer lo que se ‘debía’ hacer -con una regularidad de autómata-, y la rutina al final se convertiría en credibilidad y la credibilidad en fe. En resumen, diga que no sabe, pero haga lo que ‘debe’ (y eso no significa que los dirigentes de la Concertación, incluidos los presentes, no sabían como eran -y como ahora son- las cosas; lo importante era progresivamente comportarse ‘como si’ no supiesen).



Sin duda, en este ritual hay un importante elemento de pragmatismo de supervivencia, pero también hay una ventaja infinita que es que el automatismo ayuda a renunciar poco a poco a las convicciones anteriores (casi) sin darse cuenta. Qué mejor manera para generar credibilidad que un ritual autómata que disocie los sentimientos personales del quehacer diario. Ä„Y, como nos dice la ‘teología materialista’ de Pascal, al final el automatismo siempre termina llevando consigo a la mente! De ahí sólo hay un paso al fundamentalismo neo-liberal, y sólo dos a la idolatría del mercado.



Así se realiza una mutación casi antropológica resultado de un sistema ideológico tan peculiar que se puede dar el lujo no sólo de ‘convertir’ (Ä„y en forma tan fácil!) a tantos contrincantes, sino también de lograr sus mayores (bueno, en realidad únicos en América Latina) éxitos de crecimiento bajo la dirección de los ‘nuevos convertidos’.



Respecto al último principio -el ‘masoquismo’ (no hay otra palabra) de buscar voluntariamente una situación donde domine la lógica de vivir permanentemente en ‘estado de emergencia’-, los países de nuestra América optaron por crear una nueva institucionalidad económica basada en una creencia casi ‘mística’ del capital. El mecanismo básico de funcionamiento de nuestra economía ‘globalizante’ es que todo país en desarrollo entra al partido con ‘tarjeta amarilla’. De ahí en adelante vive sistemáticamente bajo la amenaza de muerte (crisis) súbita. El capital, tanto nacional como extranjero -en parte por su movilidad internacional, en parte porque la tendencia (auto)destructiva de su forma de relación social es parte de su ADN-, puede levantar la tarjeta ‘roja’ cuando quiera.



Esa es ley pareja, incluso para aquellos aventajados alumnos de nuestro Chile bajo la Concertación (aunque llegan todos los días con una manzana para el profesor). Dentro de esa perspectiva, ¿qué problema hay en renuncia de facto al uso (tan efectivo en el pasado) de los controles de capital (o al menos hacerlos tan caros, que se transformen en imposibles) si ese es el ultimo ‘antojo’ de Wall Street? Como dijo una vez Larry Summers, el economista ortodoxo de los economistas ortodoxos: «liberalizar irrestrictamente la cuenta de capitales en un país en desarrollo equivale a construir una central de energía atómica sin válvulas de seguridad». En definitiva, es darle al mercado financiero internacional la posibilidad de sacar ‘tarjeta roja’ cuando lo desee -algo así como un partido de ajedrez donde uno de los dos lados (cualquiera sea su posición) pueda dar el ‘jaque mate’ cuando quiera.



Y la ‘mística’ se le atribuye a un mercado financiero internacional que lo único que parece saber es estar envuelto en crisis tras crisis financiera tanto en los países en desarrollo como en los desarrollados. Las crisis de nuestros países en desarrollo las conocemos bien.



En los desarrollados -¿se acuerdan de la burbuja financiera de bienes raíces japoneses, cuando Tokio llega a valuarse al mismo precio que todos los bienes raíces norteamericanos- cuyo resultado, ahora, ahoga a la economía japonesa bajo el peso de casi tres trillones de dólares (tres mil veces un billón de dólares) de deuda irrecuperable? ¿Y del mercado financiero internacional que entre 1997 y 2001 financió inversiones por cuatro trillones de dólares en equipos y servicios de telecomunicación en Estados Unidos y Europa, de los cuales un trillón ya se perdió en efectivo y dos tercios del resto se evaporaron en forma virtual (y donde la tasa de utilización de la inversión en la parte más capital-intensiva de la industria no llega hoy día ni siquiera al 5%)?



Y para que decir de LTCM, manejado por dos Premios Nobel de Economía, paradigmático caso del ‘tejado de vidrio’ sobre el cual funciona una parte tan importante del sistema financiero internacional: cuando quebró se descubrió que con un capital propio de tan solo 4 billones de dólares había llegado a tomar ‘posiciones’ equivalentes a medio trillón. Como dice un dicho en inglés, «nunca deje que la realidad enrede su ideología».



Y que hacer con la extraordinaria desigualdad del ingreso. ¿Cuántos economistas y políticos de la Concertación pierden el sueño porque después de trece años de gobierno la distribución del ingreso está de vuelta adonde la dejó Pinochet en 1989 -y, en algunos aspectos (tomando en cuenta los eternos problemas de medición de esta variable) ya está peor? ¿Es la estructura de incentivos del ‘modelo’ -donde las zanahorias se las llevó el capital y los látigos se los adjudicó el trabajo- la más adecuada, cuando (en términos de porcentaje del ingreso) el 10% más rico se lleva casi el doble del ingreso que su contraparte en Corea, pero invierte muchísimo menos (por largos periodos, sólo alrededor de la mitad)? Como dijo Gore Vidal, con su ironía habitual, el neoliberalismo Latinoamericano consiste en generar ‘socialismo’ para los ricos y capitalismo para los demás.



¿Y los tres millones de pobres? ¿Y el medio millón de desempleados que reconocen las estadísticas? ¿Dónde quedó la honestidad que caracterizó el inicio del período de Aylwin, de primero reconocer de verdad y luego intentar pagar -y con urgencia- la enorme ‘deuda social’? ¿No será que las culpas de Guastavino se equivocaron de dirección?



Así como Barros Luco decía que había dos tipos de problema, ‘los que se solucionaban solos y los que no tienen solución’, ahora se acepta sin discusión que también hay sólo dos tipos de problema: ‘los que soluciona el mercado y los que no tienen solución’. Y nuestros ‘nuevos convertidos’ están quedando entre los pocos economistas en el mundo -aún entre los neo-liberales- que todavía creen en el neo-liberalismo-a-la-Barros-Luco: que el mercado, nadie más que el mercado y sólo al ritmo del mercado se pueden solucionar estos problemas.



Cuando las palabras pierden su sentido



Tanto en la ‘política-culpa-amnesia’ de Guastavino como en la ‘economía continuista del Gatopardo’, el fenómeno que nos recuerda Confucio está entrando en operación: «cuando las palabras pierden su sentido, la gente pierde su libertad». Si bien en Chile nunca hubo ‘ley de punto final’, después de este aniversario número treinta del golpe militar lo más probable es que se intente consolidar definitivamente ‘la ley del olvido final’ (Ä„y ‘olvido final’ no sólo de los crímenes de la dictadura!). Como nunca hemos resuelto en forma verdadera los horrores del pasado -ni siquiera como en Sudáfrica con una comisión seria ‘de verdad y reconciliación’-.



Ahora, sólo nos queda generar amnesia colectiva para inventar un pasado que ayude a no sólo a justificar la violencia y la vulgaridad (Ä„y hasta la siutiquería!), sino que, además, puede hacer consistente la ideología de hoy (y su ‘falsa conciencia’) con la realidad histórica y la contemporánea.



Es difícil no especular acerca de cuál será el programa de la ‘Concertación-post-culpa-a-la-Guastavino’ y ‘post-aniversario número treinta’ para las próximas elecciones presidenciales. Quizá un eslogan de campaña podría ser: «Haremos lo mismo que Lavín, pero con más paz, más amor y mejores amenidades que, como los buenos desodorantes, no se derritan a media tarde».



Cuando en el futuro algún historiador escriba sobre el período de la Concertación, tal vez titule su libro «Crónica de una autodestrucción anunciada».





* Profesor de Economía, Universidad de Cambridge.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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