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El New York Times y la verdad


El 29 de marzo de 1960, desplegado en las páginas del New York Times, apareció un aviso a favor de los derechos civiles. En él un conjunto de personalidades públicas denunciaba los abusos -«una ola de terror», decían- que la policía cometía contra ciudadanos americanos de color, abusos -continuaba el aviso- que contradicen la Constitución de los Estados Unidos y la Declaración de Derechos.



Uno de los párrafos relataba cómo la policía había rodeado el campus de la Universidad Estatal de Alabama y había encerrado a algunos estudiantes en el comedor «para intentar rendirles por hambre». El párrafo siguiente denunciaba que las autoridades habían atentado, usando bombas, contra la vida del Dr. Luther King.



Esos hechos, y otros peores, ocurrían, por supuesto, en Alabama por aquellos años inflamados de intolerancia. Pero la información precisa que contenía el aviso del prestigioso New York Times resultó ser, en este caso preciso, falsa. Sullivan, un concejal electo de la ciudad de Montgomery, Alabama -a cuyo cargo estaba la supervisión de la policía- demandó al periódico por difamación. Si bien su nombre no aparecía mencionado en la nota que el diario había desplegado, Sullivan alegó que las imputaciones a la policía iban, inevitablemente, dirigidas a él. La Corte confirmó la sentencia de primera instancia y condenó a los demandados a indemnizar a Sullivan. La ley de Alabama de aquellos años castigaba la difamación. Así ocurría si alguien imputaba a un funcionario -Sullivan, en este caso- «conducta impropia en su cargo, o falta de integridad oficial, o falta de fidelidad a la confianza pública». Podemos imaginar a Sullivan satisfecho luego de ese fallo que, sin duda, reparaba en parte su reputación y la de la policía que él debía supervisar.



El fallo de Alabama fue revisado por la Suprema Corte de los Estados Unidos a fin de verificar si las leyes en las que se basaba violaban o no la libertad de expresión garantizada por la primera enmienda.



La Suprema Corte principió declarando que el debate de los asuntos públicos -como los sucesos de Alabama- debía «ser robusto, abierto de par en par y sin inhibiciones, y que bien puede incluir ataques vehementes, cáusticos, y a veces desagradablemente mordaces contra el gobierno y los funcionarios públicos». A primera vista, entonces, el aviso que ofendió a Sullivan, podía estar amparado por la libertad de expresión, sobre todo, dijo la Corte, porque se refiere a una «de las principales cuestiones públicas de nuestros días».



Con todo, el caso Sullivan poseía una dificultad adicional: ¿podía ampararse el New York Times en la libertad de expresión ya no para formular críticas, incluso vehementes, sino para difundir falsedades de la índole de las que publicó contra Sullivan? ¿Pesaba sobre la prensa el deber de verificar con cautela las informaciones que sus páginas difunden?



La Suprema Corte de los Estados Unidos respondió negativamente esa pregunta. La prensa carece de responsabilidad cuando, sin más, difunde o extiende informaciones falsas respecto de funcionarios públicos. La razón que esgrimió la Corte fue que una regla de responsabilidad podía, en esos casos, ser intolerable para la libertad de expresión. «Una regla, dijo la Corte, que obligase al crítico de la conducta oficial a garantizar la verdad de todos los hechos que alega -so pena de una condena- lleva a la autocensura».



Es verdad, dijo la Corte, que la libertad de buscar y difundir información relativa a funcionarios públicos puede llevar a excesos, como los que tuvo que padecer el ofendido Sullivan. Pero, dijo la Corte, el «pueblo de este país ha dispuesto, a la luz de la historia, que a pesar de la probabilidad de que se cometan excesos y abusos, estas libertades son, a largo plazo, esenciales para la opinión esclarecida y la conducta correcta de los ciudadanos de una democracia».



¿Significaba esto que la prensa era irresponsable a todo evento por la difusión de informaciones falsas relativas a quienes ejercen cargos públicos?. En ningún caso, dijo la Corte, pero la cautela a que la prensa está obligada cuando se trata de funcionarios públicos es menor que la que pesa sobre ella en otras ocasiones. New York Times debía responder si y sólo si difundió información falsa con «real malicia» o con «indiferencia temeraria» respecto de la verdad. El mero descuido no generaba, dijo la Corte, responsabilidad alguna para la prensa. Esta es, sugirió la Corte, la única forma en que la información puede circular libremente y hacer el escrutinio de los funcionarios y del poder.



A fin de cuentas, si la prensa tuviera que verificar con paciencia la información que difunde, entonces lo más probable es que se aumentarían las páginas inocuas: los anuncios metereológicos, los horóscopos y las conferencias de prensa. Sullivan habría sido reparado; pero la información no circularía y el poder podría cobijarse en las sombras.



El deber de la prensa es no difundir informaciones falsas a sabiendas; pero eso no es lo mismo que el deber de decir la verdad. El amor estricto por la verdad -como sugirió el caso New York Times versus Sullivan- puede acabar amparando el abuso y sofocando la crítica.



Mirado desde acá -donde los cargos públicos parecen dignidades que inmunizan a quienes los ejercen, en vez de mandatos por los que deban rendir cuentas y donde pedimos a los periodistas una precisión de entomólogo- el fallo de New York Times versus Sullivan parece una locura. Pero es una locura hasta cierto punto inescindible del espíritu de una sociedad abierta. Lo había dicho, diecisiete años antes del caso Sullivan, el juez Learned Hand. «Para muchos, dijo el juez, esta manera de concebir las libertades es y siempre será una locura; nosotros en cambio lo hemos apostado todo a esa baza».





* Decano Facultad de Derecho Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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