Publicidad

Dios le dé vida y salud

Mientras las cámaras se preparan para hacerle zoom a La Moneda a treinta años del bombardeo, atino solamente a repetir mi plegaria: «Dios le dé vida y salud a mi general». Por lo menos hasta el 5 de octubre, para decir una fecha cualquiera.


Hace tiempo que se acumulaba en el horizonte la hojarasca de calendarios rasgados que ahora ruge como Hawker Hunter rumbo a La Moneda. No queda más que rendirse a la efeméride de los treinta años, y hay que aceptar que la memoria del golpe será por mucho tiempo más, aunque nos pese, el polen de nuestras flores de septiembre.



Por culpa del delirio que ha provocado este hito cronológico, no me puedo sacar el pálpito de que Pinochet tiene preparada su Última Gracia para el mismísimo 11. Si estoy en lo cierto, todas las maniobras de los empeñosos reconciliadores quedarán suspendidas a mitad de paso, como piruetas de salón de baile. Sería una última asonada, un ejercicio de enlace que ni Valle-Inclán se hubiera imaginado para uno de sus esperpentos. En escena: el dictador vestido de capa y espada, pero en vitrina, con las botas por delante y la gorra encima del ataúd como la aleta gris de un tiburón. De hacerse realidad mi temor, Pinochet quedaría de co-dueño para siempre de la fecha, junto con el socio Bin Laden. Cada vez que pienso en esta posibilidad, de mi boca atea y humanoide salen palabras inverosímiles: «Dios le dé vida y salud».



Los amigos a quienes he comentado mi idea de que Pinochet se va a morir para el 11 sacuden la cabeza diciendo «no, cómo va a ser tanta la mala cueva», y se mosquean cuando les insisto que es posible, dado su comportamiento entre lacrimoso y pendenciero de estos últimos días. Es la conducta de quien siente más de alguna piedrecilla rasmillando en la conciencia.



Una amiga a quien le comenté mi corazonada me sugirió: «hazte ver, ridículo». Como no me alcanza el bolsillo para siquiatras, me sicoanalicé solito para determinar de qué pozo oscuro brotaba mi obsesión con que Pinochet se va a morir el 11 de septiembre. No creo en la sicoterapia ni en ningún otro chamanismo, pero con la auto-hipnosis chanta que me hice, topé con el temor atascado en el fondo fangoso de mi siquis: vi que La Pelona resucitaba a Pinochet.



Vi que le rendían solemnes honores militares, que el presidente se pronunciaba con respeto -sin levantar el dedo en ningún momento-, vi banderas a media asta y coronas de flores y oí discursos y salvos de 21 cañonazos. Escuché el tierno estribillo de «Los viejos estandartes», interpretado por el coro de los niñitos cantores de la Escuela de Paracaidistas, maquillados como para boinazo de nuit y con los corvos enhiestos de emoción.



Cuando desperté de mi trance, le puse una velita a la Virgen del Carmen, rogando que al general lo tengan a resguardo de los fríos de agosto y de las lluvias mata pajaritos. Rogué que no le den de leer columnas venenosas como ésta. Tiene que estar con el corda bien sursum, porque junto con el aniversario 30 del «día decisivo», lo que se le avecina no es un rocket chingón como el de Matthei el Memorioso, sino el Tomahawk teledirigido de otro desafuero.



Otro amigo fue más compasivo que la cruel que me mandó al siquiatra. Me aseguró que Pinochet no está tan mal, y para probarlo me mandó el recorte electrónico de una entrevista que apareció el 27 de mayo de este año en el Medical Post de Toronto. El entrevistado es Luis Fornazzari, uno de los médicos a cargo de la evaluación de Pinochet ordenada por el juez Guzmán hace ya un par de años. Fornazzari está a cargo del programa de neurosiquiatría del prestigioso Clarke Institute of Psychiatry. De los seis médicos que examinaron a Pinochet en Chile para determinar su estado mental, era el único especializado en el tema de la demencia senil.



Dice Fornazzari en el artículo: «Pinochet reconoció mi apellido poco común. Me miró y dijo: ‘Yo a usted lo conozco. Yo sé quién es usted. Usted es de Iquique. . . Conozco a su familia, gente muy buena, y a sus hermanas también, son muy bonitas'».



Más adelante, Pinochet le dijo al doctor que no se parecía en nada a sus hermanas, dándole a entender que sabía que ellas, además de ser buenamozas, se habían casado con generales del ejército. Y que estaba muy al tanto de que Fornazzari, aparte de ser más feo que sus hermanas, era un exiliado. Al día siguiente, el paciente apareció sin silla de ruedas y reanudó la conversación diciendo que le encontraba al doctor un parecido con Joan Garcés, y que la semejanza no era solamente por lo físico, sino que porque los dos estaban «en el bando de la acusación». Luego, la conversa derivó a temas relacionados con la actualidad de la Tierra de Campeones.



Estos intercambios le demostraron al doctor Fornazzari que las facultades cognitivas de Pinochet estaban funcionando con normalidad. El paciente era capaz de usar espontáneamente distintos tipos de memoria para establecer relaciones correctas entre personas y lugares. Según Fornazzari, a la evidencia acumulada en estos intercambios se agregaron los datos aportados por la persona a cargo del cuidado personal de Pinochet. Esta persona dio detalles muy reveladores, como que el general se vestía solito, que manejaba personalmente sus cuentas bancarias, que recordaba los cumpleaños y que elegía regalos apropiados para sus nietos.



Fornazzari concluyó que Pinochet padecía de un grado leve a mediano de daño vascular pero que esto no disminuía las funciones cerebrales superiores como la memoria, el razonamiento y la lucidez. Pero los médicos que elaboraron el informe final (cuando Fornazzari ya estaba de vuelta en Canadá) decidieron descartar el testimonio del asistente personal de Pinochet y basarse en el de Lucía Hiriart, quien pintó un cuadro mucho más desolador del ex-dictador.



Pero a pesar de esta entrevista, la obsesión me sigue persiguiendo. Incluso estoy dispuesto a apostar plata a que Pinochet saldrá con su gracia el día 11, sobre todo ahora que se cree la Esfinge de Tebas: «el que cae, caerá». Esta es su respuesta final, histórica, al soundtrack sus pesadillas, allí donde no tiene guardaespaldas: «Ä„Y va a caer, y va a caer!». Lo que quiere decir que está haciendo la contabilidad.



Mientras las cámaras se preparan para hacerle zoom a La Moneda a treinta años del bombardeo, atino solamente a repetir mi plegaria: «Dios le dé vida y salud a mi general». Por lo menos hasta el 5 de octubre, para decir una fecha cualquiera.



(*) escritor y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Haverford, EE.UU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias