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Las lecciones después del tropiezo de Alumysa

La decisión de Noranda de congelar su proyecto debe ser identificada como un triunfo que releva el rol de las organizaciones civiles en la definición de las políticas públicas.


Sorpresivamente y a través de un comunicado oficial de la empresa Noranda, desde Canadá, se informó la decisión de suspender la ejecución del proyecto Alumysa en la Undécima Región de nuestro país. Con esta medida se abortó temporalmente un proyecto cuyos impactos ambientales superaban todo lo visto hasta el momento en Chile.



De concretarse, Alumysa sería una de las más grandes fundiciones de aluminio del mundo. Su ejecución implica cerca 2.750 millones de dólares de inversión, de los cuales sólo una pequeña parte quedará en la región. Se pretende construir un puerto en la bahía de Chacabuco, 79 kilómetros de líneas de transmisión de electricidad y 95 kilómetros de caminos. Además, requería la edificación de tres centrales hidroeléctricas de embalse equivalentes a dos y medio Ralcos, con una potencia de 758 megawatts con el único propósito de abastecer de energía a la industria.



Los efectos ambientales eran lapidarios, puesto que la refinación de aluminio es una de las peores faenas metalúrgicas desde el punto de vista ambiental. De hecho, los países más consumidores de aluminio, los industrializados, evitan que se procese en sus territorios. Por esta razón eligen instalar sus plantas en lugares como Chile, donde la energía y la mano de obra son radicalmente más económicas.



Así también, la reducción de aluminio produce importantes contaminantes ambientales. Para apreciar el impacto basta considerar que en el proceso de reducción del aluminio se utilizarían enormes cantidades de insumos, cerca de 1.100.000 toneladas al año provenientes del extranjero (alúmina, coque calcinado, alquitrán, criolita, sales fluoradas, fuel oil NÅŸ2 y otros) y la producción alcanzaría 440.000 toneladas de lingotes de aluminio al año, orientada principalmente al mercado externo. Por lo tanto, los residuos que permanecerían en el país, serían del orden de las 660.000 toneladas.



La ejecución se proyecta en un territorio biodiverso y paisajísticamente reconocido como uno de los lugares más bellos del planeta. La zona ha sido proclamada por sus propios habitantes como «Aysén Reserva de Vida». Además de conservar sus riquezas y bellezas naturales, se pretende, de un modo inteligente, basar su desarrollo en el turismo, para el cual la región tiene un potencial infinito. Toda esta propuesta, por cierto, es absolutamente contraria a Alumysa.



En este sentido, las declaraciones del presidente Lagos apuntan en el sentido correcto, cuando afirma que es necesario un orden para que las actividades productivas se desarrollen en sintonía con una visión general, es decir, pensar al país y a cada región desde una visión a futuro con distintas actividades desarrolladas. Sin embargo, el caso de Alumysa es excepcional porque su magnitud supera toda visión que intente acotarlo y sus efectos ambientales superan, con largueza, los parámetros con que la feble institucionalidad ambiental chilena puede operar.



La decisión de Noranda de congelar su proyecto debe ser identificada como un triunfo que releva el rol de las organizaciones civiles en la definición de las políticas públicas. Es también un ejemplo dramático de la incapacidad de nuestra institucionalidad ambiental para canalizar proyectos de esta envergadura. Ojalá Alumysa no vuelva, pero sí lo hace, el país tiene la obligación de ocupar este tiempo para ponderar con más complejidad estos proyectos que, en el envoltorio, se promocionan como un premio para nuestro desarrollo económico, pero la realidad enmarca la semilla de la pobreza, el subdesarrollo y la degradación ambiental.



* director ejecutivo de Fundación Terram

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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