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Jugando a la pelota en América Latina

Como lo ha sostenido Joseph Stiglitz, es mucho más barato y eficaz invertir en becas de estudio que en cárceles para los jóvenes.


Como señalé hace dos semanas, ir a ver «Bowling for Colombine» es una experiencia que sacude nuestra apacible vida cotidiana. Como dije, en ella el director investiga las causas del alto índice de asesinatos en Estados Unidos. En el país del norte los asesinatos por armas de fuego superan los 11.000 casos al año. Un número altísimo si se compara con la pacífica Canadá o la más integrada Europa.



¿Y cómo estamos en América Latina con respecto a las muertes violentas? Anotemos que en las décadas anteriores ella eran causadas por guerras civiles larvadas o regímenes militares. Así en Guatemala entre muertos y desaparecidos tenemos 200.000 personas. Y en Argentina bajo los militares los asesinatos superaron los 45.000 casos. En los años ochenta y noventa recuperamos la democracia. Con ello llegó la paz política. Pero aparecieron otros problemas de gran violencia.



El primero es el narcotráfico que ha provocado el desangramiento de Colombia. El segundo es una mayor ocurrencia de la delincuencia y el crimen. En nuestro continente se producen al año 30 homicidios por cada 100.000 habitantes. En Europa esa tasa es seis veces más baja. Dos de cada cinco latinoamericanos declaran que ellos o un miembro de su familia sufrieron un delito los últimos doce meses.



La reacción inmediata es la punitiva. Se aumentan el número de efectivos policiales, se agravan las penas, se baja la edad de imputabilidad penal, se aumenta la discrecionalidad de los cuerpos de seguridad estatales, se multiplican las cárceles, aparecen policías privadas en empresas y barrios de clase media y alta. Los porcentajes que se gastan en seguridad se disparan. En Brasil, el Estado y los privados gastaron, el 2001, nada menos que 43 mil millones de dólares en seguridad, lo que representa el 10,3% de su PBI. En Colombia se gasta en este rubro nada menos que el 24,7% del PIB.



Por cierto, frente a amenazas como el narcotráfico y el crimen organizado la sociedad tiene el derecho y el deber irrenunciable de defender y sancionar duramente a los delincuentes. Pero muchos más duros debemos ser con las causas de la delincuencia. Y a este respecto digamos que la pobreza y la desintegración social son causas muy relevantes de la criminalidad.



Sabemos que entre más desocupación juvenil, más altos son las tasas de delincuencia. La tasa de desocupación juvenil supera en dos o tres veces la ya alta tasa de desocupación latinoamericana, que en algunos casos bordea el 20%. Y es obvio que se acumula rabia, resentimiento y frustración. Y sabemos que esos jóvenes se juntan en sus casas o en las esquinas de las calles pues no tienen espacios públicos adecuados para su encuentro. Son estigmatizados y sienten que no tienen oportunidades para salir adelante.



Los norteamericanos han demostrado hasta la saciedad que existe también una correlación fuerte entre destrucción del vínculo familiar y delincuencia. Los jóvenes que llegan a los centros de detención provienen en un 70% de hogares sin padre. Cuando el niño de edad temprana no ve valores ni ejemplos de conductas acordes con la moralidad y la sociabilidad, en momentos difíciles de su vida, no tendrá pautas claras a las que atenerse. Estudios latinoamericanos realizados van en esta misma dirección.



Finalmente, otra correlación positiva es entre nivel educacional y delincuencia. Con excepciones importantes, la tendencia es que si aumenta el nivel educacional la criminalidad baja. En América Latina la escolaridad promedio no supera los 5,2 años. La deserción, la repetición y el terminar estudios básicos y medios sin encontrar trabajo aumentan, obviamente, el tiempo perdido, la frustración y la desesperación. Y a veces esos jóvenes varones botan su agresividad con violencia.



Por eso, la vía exclusiva o preferente de la penalización y encarcelación es injusta pues se tiende a «criminalizar la pobreza». El encarcelamiento afecta sobre todo a jóvenes, varones, pobres, extranjeros e indígenas. Y los que salen de la cárcel vuelven a reincidir en un porcentaje abrumador. Como lo ha sostenido Joseph Stiglitz, es mucho más barato y eficaz invertir en becas de estudio que en cárceles para los jóvenes.



Jugar a la pelota es la principal entretención de nuestros jóvenes latinoamericanos. En Chile, 18 de cada cien jóvenes pertenecen a clubes deportivos. Si vamos los domingos a las poblaciones veremos el espectáculo de cientos de ellos detrás de una pelota, en una cancha de polvo y barro. Sus dirigentes, normalmente, buscan apartar del aburrimiento, la desesperanza y del vicio a sus jóvenes. Pero, entre las graderías improvisadas y al finalizar el partido, no faltará el que introducirá alcohol y drogas a destajo. Y cada joven deberá optar por el camino que conduce a la delincuencia o la búsqueda de una oportunidad de desarrollo. Y es tarea de todos que quien opta por decir sí a los estudios, a la recreación sana, al voluntariado y al esfuerzo personal y comunitario encuentre la oportunidad que como joven se merece en una sociedad democrática.





(*) Director Ejecutivo Centro de Estudios para el Desarrollo, CED.



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