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Soldados de Salamina

Por estos días de recuerdo, en que generales y ministros aparecen de nuevo reviviendo el drama, ¿cuántos soldados de Salamina convertidos en habitantes de Stockton y cuántos Sánchez Mazas de pantuflas, hay hoy, anónimos en medio de nosotros, a treinta años del golpe militar?.


Un «relato real», así define Javier Cercas a «Soldados de Salamina» (Tusquets, 2.001), un libro que, si la memoria no me engaña, lleva, en sólo casi un par de años, más de veinte ediciones. Lo leí ya hace mucho tiempo y fuera de parecerme entonces una muy buena historia -de esas que lo hacen a uno lamentarse el tener que dormir- el libro de Cercas me pareció una historia moral.



Con múltiples artificios formales -un autor que rehúsa ocultarse para subrayar así la realidad de lo que narra; la incertidumbre de la propia escritura ofrecida como parte de la anécdota; Roberto Bolaño contribuyendo, mediante la memoria, a escribir el texto que ahora está ante nuestros ojos-, Javier Cercas logra construir un relato casi hipnótico acerca de la futilidad de la gloria y la derrota. La historia de un ideólogo de segunda y de un guerrillero olvidado que se encuentran en medio del olvido.



Sánchez Mazas, uno de los ideólogos de la Falange, que contribuyó, con sus sueños vagamente heroicos y su temor a lo que veía como barbarie igualitaria, a adornar con palabras la realidad más bien torpe y gris del franquismo, es víctima de un fusilamiento fallido a manos de las milicias que huyen desordenadas, y ya sin ilusiones, hacia Francia.



Oculto en el barro, en medio de unas matas, y todavía acompañado por el hedor de su propia muerte, Sánchez Mazas es descubierto por un miliciano que le perdona, inexplicablemente, la vida. En la subjetividad de Sánchez Mazas, ese gesto que le permitió seguir adornando el gobierno de Franco, se pareció mucho a una tortura al revés, a una pregunta inexplicable.



Al ver por estos días a Sánchez Mazas en una foto -estaba leyendo el magnífico libro de Preston- creí ver en ese personaje de segunda fila, una duda incierta que lo acompañó siempre. Y es que ese gesto insondable, permitió a Sánchez Mazas hacer suyos los primeros días de la victoria franquista; pero lo obligó, también, a asistir a la inevitable mediocridad del poder. Quizá convencido de que toda victoria «está contaminada de indignidad», Sánchez Mazas dejó de escribir y murió como un burgués triste, pensando, quizá, en el momento que rozó la muerte.



«Soldados de Salamina» gira en torno a ese episodio y a la búsqueda -literaria y real- que el autor emprende de ese miliciano perdonavidas que desproveyó a Sánchez Mazas de todo heroísmo y de toda gloria. Con la ayuda fortuita de Bolaño -el arbitrario y genial autor de «Detectives Salvajes»- Cercas encuentra a Miralles, un guerrillero, un ex combatiente, que, en vez de vivir abrigado por el recuerdo de los ideales que alguna vez lo aguijonearon, prefiere verse a sí mismo como un habitante de Stockton, la ciudad que soñó Huston en «Fat City», donde el éxito no se vislumbra y donde imperan el fracaso y el olvido. Miralles, abrigado por recuerdos que ya no lo intimidan, se parece a esos personajes de Hemingway, elementales en su sencillez; pero en los que se cuela algo de la condición humana esencial.



Sánchez Mazas y Miralles -el primero en su paraíso burgués de cretona y pantuflas y el segundo en un camping para europeos de bajas rentas: el ideólogo de segunda fila y el guerrillero- son, cada uno a su modo, y no obstante el tono aleccionador a favor del segundo que a veces intenta Javier Cercas, habitantes de Stockton. Nada más los saldos de un momento cruel, inevitable e inútil.



Como el «Crack Up» de Fitzgerald o «Los anillos de Saturno» de Sebald, Javier Cercas se sirve de un hecho real disfrazado de imaginación para mostrarnos los confines de la realidad y de la propia literatura. Es verdad que «Soldados de Salamina» puede ser leída como un intento de rescatar del anonimato un episodio enigmático de una guerra cruel; pero yo prefiero ver en «Soldados de Salamina», como en toda la buena literatura, un esfuerzo por recordarnos que la vida se esmera, a veces con porfía, en no estar a la altura de nuestros deseos y de nuestros sueños.



Después de todo, y por estos días de recuerdo, en que generales y ministros aparecen de nuevo reviviendo el drama, ¿cuántos soldados de Salamina convertidos en habitantes de Stockton y cuántos Sánchez Mazas de pantuflas, hay hoy, anónimos en medio de nosotros, a treinta años del golpe militar?





* Decano Facultad de Derecho Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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