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En el calor de la noche


«Ahora entiendo por qué a los africanos no les gusta trabajar», ha sido el comentario racista de moda entre los europeos blancos que sudan desesperados en calles y bares durante estos meses interminables de intensa y persistente canícula. Una filósofa india me escribe un e-mail en el que dice muerta de la risa que en realidad los europeos no saben qué hacer cuando hace calor, pierden el sentido de realidad y se les nubla la mente.



Los medios de comunicación franceses aseguran que entre julio y agosto han muerto quince mil ancianos como consecuencia de las altas temperaturas. Las estadísticas aseguran que el ritmo de las relaciones sexuales baja constantemente en los últimos años. Estamos todos cansados. La semana pasada fui unos días a un pueblo de los Alpes italianos a 1.500 metros de altura y el calor no disminuía. La temperatura de las aguas del Mediterráneo ha sobrepasado en muchas costas los treinta grados: un descomunal caldillo de congrio. Los europeos continentales se quejan de que se están volviendo como los ingleses, que no saben hablar más que del clima.



Pero el cuerpo tiene pésima memoria: en octubre volverán las inundaciones y las lluvias monsónicas y pocos se acordarán del calor. Casi nadie quiere detenerse a pensar en serio lo que está ocurriendo como consecuencia del calentamiento del planeta, aunque ya sean muchos los expertos que ponen el acento en el hecho de que estas oscilaciones climáticas extremas son un síntoma clarísimo de futuros desastres y de una alteración del equilibrio natural provocada por los seres humanos.



La clase dirigente norteamericana, además de arrojar bombas que periódicamente destruyen miles de vidas humanas y ciudades enteras, boicotea sistemáticamente cualquier tipo de medida paliativa propuesta en los foros internacionales, porque sabe que el sentido común de los habitantes de los países desarrollados se basa en el interés inmediato, que no ve nada más allá de la punta de la nariz.



Lo importante es acumular dinero y poder ahora, lo demás se verá con el tiempo. Destruir bosques, emitir gases tóxicos por doquier, consumir cada vez más petróleo, no alterar en lo más mínimo los hábitos despilfarradores, despreciar a quienes no están de acuerdo con esta mentalidad suicida, son causas y consecuencias, son la normalidad encuadrada en la macroeconomía fundada en la ganancia a cualquier precio.



Sin embargo, los periódicos, aquí en Europa como en todas partes, tienden a relegar estas noticias alarmantes a las páginas de crónica o de sociedad, como si uno de los factores cruciales de la degradación de la vida humana no fuera más que una anécdota curiosa destinada a suplir la escasez veraniega de sucesos importantes (fútbol, conflictos entre políticos, violencia criminal), como si la preocupación medioambiental fuera un lujo que se pueden permitir sólo algunos mundanos y elegantes ecologistas. Sobre todo ahora, cuando se difunden los boletines de guerra de la recesión europea, con sus principales economías, la alemana, la francesa, la italiana, por debajo del crecimiento cero.



En teoría no es así, porque la preocupación por los inquietantes fenómenos climáticos cunde en la población, pero apenas se propone a las personas algunas medidas concretas como evitar el uso exagerado de aire acondicionado y calefacción o utilizar lo menos posible el automóvil, la respuesta no se deja esperar: no hay que sembrar alarmismo y catastrofismo, en el fondo nunca habíamos estado mejor que ahora. Como decía el pavo dos segundos antes de que lo metieran en el horno.



Por desgracia, la falta de conciencia y la manipulación criminal de la población ante los peligros evidentes que conllevan el desarrollo y el crecimiento a cualquier precio, se intensifican en la mayoría de los países llamados «en desarrollo», convencidos de que es posible alcanzar en todas partes el mismo nivel de producción y consumo sin que ello implique consecuencias catastróficas. Y convencidos, sobre todo, de que existe un sólo modelo de desarrollo y crecimiento. En muchos de estos países el deterioro creciente de la calidad de vida en las ciudades, por ejemplo, es visto como ejemplo de modernidad y acogido positivamente como demostración de «adelanto».



Muchas pueden ser las explicaciones posibles de las alteraciones climáticas y de los desvaríos sicológicos de quienes las soportan, pero lo inaceptable sería que el calor se usara como pretexto para no abocarse a trabajar seriamente en las soluciones o paliativos. Por lo menos a partir de septiembre. Y la próxima Conferencia mundial del clima verificará, como siempre, que ninguno de los parámetros propuestos en la conferencia anterior se ha cumplido.



Terminaremos todos migrando a los páramos escandinavos o a la Patagonia, tierras que mientras tanto serán inundadas por el derrame de los océanos, que hasta hoy se comen cada año tres centímetros de las costas del planeta como consecuencia del derretimiento de los glaciares en los dos polos.



Entretenido, ¿no?





* Profesor chileno de literatura hispanoamericana en la Universidad de Turín, Italia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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