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La política y la memoria

«Cuando miro al pasado, sólo veo ruinas; un altar en el que se ha consumido la dicha de los pueblos y la virtud de los individuos. ¿Con qué fin se han ejecutado esos enormes sacrificios?» (F. Hegel).


Es una verdad sencilla -que a veces, sin embargo, olvidamos- que nuestra individualidad está, hasta cierto punto, infectada de la comunidad a la que pertenecemos y del lenguaje que empleamos. Cada uno llega a ser el individuo que es, desde los otros, hablando un lenguaje que, a fin de cuentas, no le pertenece: somos, hasta cierto punto, los diálogos en los que participamos, las historias que oímos y que somos capaces de narrar. El mal -bajo la forma de la violencia- irrumpe, por eso, también en cada uno de nosotros, constituyéndonos. El individuo que cada uno es se define también por ese hecho; esa falta también nos configura.



Es un error, entonces, pretender que los problemas de derechos humanos constituyen un asunto meramente institucional. Desde luego poseen una dimensión institucional; pero no es esa la dimensión más profunda y más urgente. La sospecha de que la comunidad a que pertenecemos ha roto sus compromisos más profundos y ha traicionado las virtudes que creía cultivar, es una cuestión más que institucional, política.



Una comunidad política se constituye sobre la base de ciertas virtudes que sus miembros se esmeran en cultivar y en esparcir hacia las futuras generaciones. No se trata, claro está, de virtudes asentadas en ninguna sustancia última. En vez de eso, se trata de relatos contingentes, de formas de comportamiento que definen nuestra pertenencia entre otras varias posibles. En el caso de Chile, esas virtudes consistieron en los viejos ideales republicanos.



La idea que los seres humanos, los hombres y las mujeres, alcanzamos la igualdad en medio de la ley; la convicción que poseemos derechos que nos inmunizan ante el poder del Estado; el deseo de proveernos, todos por igual, de los medios necesarios para desenvolver nuestra vida, son algunas de las convicciones a cuyo través nos relatábamos como comunidad. Esas virtudes -esos ideales, a fin de cuentas, aspiracionales- fueron quebrantadas durante la crisis de los setenta y las fuerzas armadas parecieron esmerarse luego en que no quedara duda de ello.



En nuestro país, durante mucho tiempo, la justicia de los fines relegó al último lugar la legitimidad de los medios. Recuperar esas virtudes no es un problema de derecho -el problema de derecho es el castigo- ni, tampoco, una cuestión de justicia. Es una tarea de la política: consiste en restituir la identidad perdida.



En nuestro país, sin embargo, la política parece haber abandonado el viejo ideal deliberativo, para preferir, en cambio, la mera funcionalidad de las instituciones. Sospecho, sin embargo, que tras esa preferencia se oculta un malentendido.



Las instituciones suponen, por su propia índole, que hay sujetos previamente constituidos, provistos de preferencias firmes que se trata, nada más, de coordinar. Una institución supone que usted posee una identidad independiente y deseos robustos que es necesario armonizar con otros. El mercado es, por eso, la institución por excelencia. El mercado supone individuos antecedentes cuyos planes de vida idiosincrásicos se coordinan mediante el intercambio.



Pero ocurre, como es obvio, que nuestra identidad no preexiste al encuentro con el otro, sino que se constituye con él. Usted es los diálogos que ha sido capaz de sostener, la memoria que le fue legada en un relato, las virtudes que le fueron enseñadas y mediante cuyo ejercicio alcanza el reconocimiento.



La funcionalidad de las instituciones supone que todo eso se ha, previamente, constituido. Ahora bien, me parece a mí, en cambio, que tratándose de las violaciones a los derechos humanos, lo que está pendiente es, justamente, el tipo de identidad que queremos alcanzar, el tipo de relato a cuyo través queremos definirnos como comunidad y ello supone, entonces, hacer el esfuerzo de traer a la palabra ese gigantesco mal, esa realidad que, hasta ahora, rehúsa decir su nombre. La funcionalidad de las estructuras podrá traer el castigo. ¿Pero quién nos proveerá del relato, de esa historia, que nos permita reconstituir la identidad quebrada por esa falta?



«Cuando miro al pasado, sólo veo ruinas; un altar en el que se ha consumido la dicha de los pueblos y la virtud de los individuos. ¿Con qué fin se han ejecutado esos enormes sacrificios?». Estas palabras, a la vez, estremecedoras y terribles, pertenecen a Hegel. Se trata de una pregunta que -al contrario de lo que creía Hegel- admite respuestas frágiles, contingentes -la historia no es más que un ejército móvil de metáforas-; pero se trata de respuestas que no pueden ser eludidas. Hacerse cargo de ellas es la tarea de la política y es la tarea que está, aún, pendiente en Chile.





* Decano Facultad de Derecho Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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