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Nada de esto era necesario

Salvador Allende, como principal garante del Bien Común, debió haber optado. Pero él sabía que el acuerdo con parte de la oposición o el plebiscito conducirían al quiebre y derrota política de la Unidad Popular. Y ese fue un precio que no quiso pagar.


Así escribió un intelectual alemán a propósito del ascenso de Hitler al poder, los cincuenta millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial y la destrucción de Alemania. Nada de esto era necesario se podría decir mirando, nuevamente, La Moneda en llamas, la bandera chilena ardiendo y el horror desatado. Nada de esto era necesario.



Sí, es cierto que la democracia chilena aparecía mortalmente herida a agosto de 1973. Parecía ser cierto que vivíamos una verdadera tragedia donde cada uno hacía lo necesario para empeorar la crisis de legitimidad de la democracia. Y sobre todo, era claro que la «Guerra Fría» no hacía posible una democracia que pudiera libremente decidir sus destinos.



En 1954, Estados Unidos ya había intervenido en Guatemala en contra de un presidente reformista. En 1959 la Revolución Cubana aumentó aún más el temor de un giro socialista en el continente. De ahí para adelante, América Latina será campo de batalla de dos superpoderes que se disputaban el mundo en Angola y Mozambique, Afganistán y Vietnam, El Salvador y Nicaragua. Hacia 1977 sólo Colombia, Costa Rica y Venezuela lograron salvarse de las dictaduras militares, movimientos guerrilleros y revoluciones armadas. Los otros 17 países latinoamericanos estaban regidos por gobiernos abiertamente autoritarios. Cuando Allende llega al poder, Chile ya era un escenario más de esa «guerra fría».



¿Estaba condenada la democracia chilena al quiebre final? Digamos que no. Partamos por decir que la intervención extranjera en Chile sólo tuvo eficacia en la medida que hubo actores nacionales dispuestos a ser «agentes» de organismos de inteligencia internacionales, CIA o KGB. Una invasión a Chile era imposible. Además, toda la fuerza de la CIA ya había sido ejercida en 1970. El secuestro y asesinato del Comandante en Jefe del Ejército aquel año así lo demostraron. Pero la democracia chilena no sucumbió en esa oportunidad. Pero sí lo hizo mil días después. En aquella oportunidad Eduardo Frei, Presidente saliente llevó el féretro del héroe junto a Salvador Allende, presidente electo. Así se ratificó el pacto republicano que regía a Chile desde 1932. Incluso Jorge Alessandri terminó avalando la trayectoria democrática de Salvador Allende.



Es cierto que jamás la Unidad Popular contó con una mayoría política, social e institucional capaz de llevar a cabo un proyecto revolucionario. Sin embargo, no es menos cierto que Salvador Allende logró llegar al poder con el voto unánime de los parlamentarios del PC, del PS y de la DC en el Congreso Pleno de 1970. Entre 1970 y 1971 las directivas de la Democracia Cristiana le pidieron a Allende que las ayudara a ser «allendistas». Y que Ministros de la Unidad Popular como Manuel Sanhueza llevaron con éxito negociaciones que pudieron haber superado un conflicto central de la época en torno a la propiedad de los medios de producción. Y es, además, cierto que Allende logró nacionalizar el cobre con el apoyo de toda la oposición. Ä„Y recordemos que Carlos Prats fue Comandante en Jefe del Ejército hasta agosto de 1973!



¿Qué pasó entonces entre 1970 y 1973? Que los líderes políticos comenzaron a distanciarse entre ellos y con respecto a los valores de la democracia. Dejaron progresivamente de creer en que el diálogo, el compromiso y la negociación eran posibles. Dejaron de sentirse parte de un mismo país. Las acusaciones de antipatriotas cruzaban el arco político. Y es claro que para la sobrevivencia de la democracia, mucho más en medio de una crisis, son centrales las opiniones y actitudes de cooperación de los dirigentes políticos. Si éstos adhieren a ideologías contrarias a la democracia; si tienen una actitud general de absoluta desconfianza hacia el adversario; si postulan o ven la violencia como un recurso para solucionar los conflictos, sea a través de una revolución socialista o de un golpe de Estado militar transitorio, ciertamente la democracia comenzará a experimentar un serio riesgo.



Es indudable que la legitimidad y, finalmente, la permanencia de la democracia chilena requerían de una actitud diametralmente distinta a la que desarrolló la mayoría de la clase política nacional. El Partido Nacional se autodisolvió tras el Golpe de Estado pues «ya había cumplido su función». Pero el acuerdo Unidad Popular/Democracia Cristiana o la oportuna convocatoria a plebiscito hubiesen quizás evitado el autoritarismo.



Salvador Allende, como principal garante del Bien Común, debió haber optado. Pero él sabía que el acuerdo con parte de la oposición o el plebiscito conducirían al quiebre y derrota política de la Unidad Popular. Y ese fue un precio que no quiso pagar. Y preparó en silencio su discurso final. Entre tableteos de metralletas y estruendos de cohetes decidió, en último y trágico gesto, suicidarse junto con la democracia chilena. Pero ese desenlace no era necesario ni era inevitable. Eso no debemos olvidarlo jamás.





(*) Director Ejecutivo Centro de Estudios para el Desarrollo, CED.



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