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Dieciocho made in USA


Muy poco me ha interesado pasar los 18 en fiestas de chilenos en los Estados Unidos. Puede ser que con el tiempo vivido en «el Primer Mundo», mi «chilenidad» se ha convertido en un collage de imágenes transfiguradas del país donde nací.



Lo cierto es que no recuerdo haber asistido a muchos 18. Pero sí hay uno muy especial. Y lo recuerdo porque muestra cómo puede ser de distinta una fiesta nacional en otro lugar del mundo. Percepción que muchos chilenos de fuera creo que compartirán. Esta es la historia.



Recién acababa de llegar a Connecticut para trabajar en una universidad. Lo cierto es no sé cómo otros chilenos se enteraron de que había un nuevo compatriota en el área. En todos los lugares donde he vivido en EEUU (desde California a Nueva York; desde Minnesota, Ohio, a West Virginia y a Conencticut) casi siempre me he topado -aparte de otras familias que cubren todos los países de América Latina y el Caribe- con más de cuatro familias chilenas que se conocen y se juntan regularmente.



El asunto es que me llamó Sonia a mi oficina. Luego de preguntarme de dónde era y qué hacia, me contó del grupo de chilenos que había en la zona. En diez minutos supe todas sus historias. Hasta me enteré de un equipo de fútbol llamado «Colo-Colo» el que jugaba regularmente con otros emigrantes de El Salvador, Perú, Guatemala, México, Colombia o Argentina. «Ya, vente a la fiesta del 18 que tendremos en mi casa. Y como eres poeta, puedes declamar también unos versos de Pablo Neruda», me dijo Sonia.



No pude decirle que no, además me parecía muy amable por el teléfono, pero le dije que eso de «declamar» versos de Neruda mejor ni pensarlo. «Okey, a lo mejor le digo al Lucho que declame. Él es otro chileno poeta que hay por aquí», me respondió de otro lado del teléfono. La palabra ‘declamar’ me quitó inmediatamente las ganas de aparecer por la fiesta de Sonia pero ya le había dicho que iría (lo había prometido antes de oír la palabrita aquella que tanto me molesta).



Además, algo me decía que la celebración del 18 entre chilenos tendría su propio carácter. Inexistente en Chile mismo. Y menos en mi memoria de los 18 que pasé en la infancia de mi pueblo en Tomé y sus alrededores campesinos.



Sonia era exiliada, casada entonces con un médico chileno que luego la abandonó con dos hijos nacidos en los EEUU. En la fiesta aquellos hijos, que a pesar de la insistencia de la madre de que se comportaran «como chilenos», eran realmente norteamericanos. El chico mayor (19 años) odiaba las empanadas porque tenían mucho aceite, cebollas y demasiada carne. La hija era vegetariana y le interesaba la música en inglés, el reggae y el ciclismo. Los dos hablaban bien el español, pero se veía que era el inglés su lengua materna.



Ese día sólo la hija apareció en la fiesta por un rato (en traje de ciclista) para comer un poco de torta de mil hojas que otra familia chilena había traído de postre. Luego desapareció con sus amigas «gringas» que lucían como seres de otro planeta en la fiesta chilena.



Sonia se había vuelto a casar con un judío de Nueva York (no tenían hijos) al cual, era evidente, quería imponerle la cultura chilena. Es decir, las empanadas, las sopaipillas, las pantrucas, los porotos con riendas, las humitas, el pastel de choclo, la cazuela de ave. Y por supuesto la música chilena (la que ella escuchaba): Quilapayún e Inti Illimani. El nuevo esposo era el hombre más amable y bueno que he conocido en la vida. Parecía dejarla hacer todo, sin reproches (por lo menos en público) y, además, comía todas las recetas de comida chilena sin protestar.



Sonia era divertida, pero también de un carácter fuerte. O quizás era de esos chilenos que no pueden olvidar el pasado y que de tanto reproducirlo, lo transforman en un presente continuo. El que, con los años, se puede convertir en algo peor: una nostalgia congelada en el tiempo.



Eso es lo que me pareció ver entre algunos chilenos que aún viven en el extranjero, pero especialmente en la generación que ya era mayor cuando dejaron el país y salieron al exilio. Aunque esto también es muy frecuente entre otros grupos de emigrantes en los Estados Unidos como cubanos, argentinos, peruanos, bolivianos, uruguayos, brasileños y españoles.



En fin, Sonia tenía, ese 18 de septiembre, la fiesta muy bien organizada. Había empanadas de horno y fritas. Varias fuentes de ensalada chilena (tomates con cebolla y cilantro). También otra familia de chilenos (Felipe y Carmen) trajo carne para un asado monumental que se pondría en una parrilla eléctrica, estratégicamente instalada en el patio de la casa.



Felipe llegó vestido completamente de huaso (cosa que a Carmen parecía no hacerle mucha gracia o le daba cierta vergüenza ajena). Felipe venía con el traje típico de patrón de fundo, zapatos de tacón alto y unas espuelas de plata gigantescas que bien podían servir «para cortar pizzas» (como comentó en inglés una amiga de la hija de Sonia).



También la anfitriona había organizado carreras de sacos y en una piscina pequeña de plástico (comprada en la tienda Sears) instaló manzanas que flotaban para otro juego que tenía planeado. Entre los invitados había familias de Colombia, República Dominicana, México y Perú. Aunque era una fiesta chilena, la mitad era de otros países así que entre la típica comida nacional (según las recetas de Sonia) había platos de otras regiones del continente.



Todos podíamos mezclar la ensalada chilena con la ensalada de yuca; los frijoles refritos con la guayaba con queso; el arroz con carne de cerdo y la ensalada de apio; las empanadas de horno con el guacamole mexicano; el pastel de choclos con tamales oaxaqueños. Y de postre, empezar con el mote con huesillos, luego saltar al dulce de leche y, finalmente, a la torta de mil hojas. Había vino chileno por supuesto, junto a la cerveza Tecate o Corona, botellas de Tequila, y suficientes Coca-Cola y Sprite para los niños.



Sonia intentó darle a ese 18 todo el carácter de la chilenidad. Empezó pidiéndole a Lucho, un chileno exiliado (me dijo que era de La Serena), bajito y bien moreno, con abundante pelo negro, que «mientras nosotros cantábamos el himno, él se ocupara de izar la bandera». «¿Qué himno?», le preguntó Lucho. «¿Cómo qué himno?… el himno patrio puh… La canción Nacional de Chile. Y mientras cantamos tu vai a ir subiendo la bandera que instalé allí en el garaje. Allí, en ese palo blanco. Así que ándate p’a allá y agarraí el cordel y despacito la vai izando».



Lucho la miró incrédulo, pero luego le pareció que era buena la idea de comenzar el 18, en Connecticut, cantando la Canción Nacional e izando la bandera. A él jamás se le habría ocurrido. «Ni siquiera en las ramadas en Chile había visto tanto patriotismo», me dijo después. Todos los demás invitados, incluidos los de otros países, permanecimos de pie, estáticos, unos con el vaso de vino en una mano y media empanada en la otra, escuchando como los chilenos -a la orden y dirección de Sonia- cantábamos a viva voz el «himno patrio» en el patio de su casa.



Lucho, mientras tanto iba izando lentamente la bandera, y con la cara más solemne del planeta miraba «el emblema nacional» como si fuera un ser angelical que se iba elevando en cámara lenta hacia el cielo. Yo en tanto me decía «y éste todavía no sabe lo que le espera: ‘declamar’ unos poemas de Neruda que Sonia fotocopió del libro Canto General »



Lucho «declamó» un poema largo de una hoja que le pasó Sonia. Le salió más o menos porque a veces no modulaba bien y se comía todas las «s». Las otras familias no chilenas escucharon con respeto pero luego nadie comentó nada. La infaltable cueca, bailada en el extranjero, estuvo a cargo de Sonia y Felipe (el que se ocupaba del asado y andaba vestido de huaso rico).



Después de los «tres pies» se puso música internacional porque «si no», dijo Sonia, «los amigos no chilenos se van a aburrir». Hasta las doce de la noche todos estuvimos bailando salsas, cumbias, boleros y merengues. Nadie terminó borracho ni menos hubo ninguna «pelea de ramada de pueblo».



Cuando me fui de la fiesta, yo preferí recordar idílicamente, quizás inventando lo que nunca ocurrió, o ocurrió de otra manera, aquellas ramadas de mi pueblo en mi infancia de Tomé cuando mi madre -quien trabajaba de empleada domestica en la «Pensión Santiago»- deshacía peleas de borrachitos en la ramada de aquel hotel. Y comíamos empanadas fritas cuatro días seguidos: desde el 17 hasta el 20 de septiembre.





* Javier Campos es escritor y académico chileno en EE.UU.



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