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Sin igualdad no hay educación


Tras el logro de doce años de educación obligatoria en nuestro país, se requiere saber si la calidad de la enseñanza es homogénea para todos los estudiantes, independiente de su condición socioeconómica. Además, cabe preguntarse si la educación chilena es coherente con las exigencias de la Globalización.



Por ello, Chile se está sometiendo a diagnósticos internacionales como el Programa PISA, que da cuenta del conocimiento y habilidades de nuestros niños y jóvenes. Los resultados son concluyentes: la incapacidad lectora de los estudiantes chilenos de 15 años alcanza al 50%. Por otro lado, según el «Informe Capital Humano en Chile», publicado por José Joaquín Brunner y Gregory Elacqua, es urgente una política pública que resuelva los desafíos que la tecnología y el crecimiento económico exigen a nuestra educación.



La mayor coincidencia entre ambos estudios se refiere a las causas de estos bajos rendimientos. Según afirman, los resultados escolares dependen fundamentalmente de la familia a la cual pertenecen los estudiantes. De hecho, la literatura dice que entre un 50% y un 97% del rendimiento de un alumno se debe a sus características de origen, vale decir, a su situación socioeconómica, al nivel de escolaridad de sus padres y los factores culturales en general. Por tanto, sólo un porcentaje menor podría solucionarse a través de la efectividad y gestión de las escuelas, la competencia de los profesores y la actividad que se desarrolla en una sala de clases.



Sin embargo, las soluciones entregadas hasta el momento se concentran principalmente en la variable escuela. Se ha avanzado en la implementación de la evaluación docente, la obligación del inglés a todos los estudiantes y la reducción del número de alumnos por sala, pero el principal tema es estructural y se relaciona con la desigualdad. Las medidas adoptadas, si bien son necesarias, pueden adquirir un mero carácter cosmético si no se ataca este lastre de fondo.



Al comenzar el siglo XXI, Chile tiene dos tipos de educación. Un modelo municipalizado en donde la gran mayoría pertenece a los hogares más pobres y una modalidad particular pagada para una minoría acaudalada. En el primer grupo casi el 80% de los estudiantes pertenece a los primeros cinco deciles cuyos ingresos no sobrepasan los $70.000 per cápita, con un gasto promedio para un alumno de octavo año básico de apenas $30.000. En cambio, en el otro lado, el 80% pertenece a los deciles más acaudalados y el gasto por alumno de octavo básico alcanza al menos a $100.000.



Además, sólo el 22,2% de las personas mayores de 20 años que residen en el 20% de los hogares más pobre han completado su cuarto medio, 2,5 de cada 10 niños reciben educación preescolar y 1 de cada 10 jóvenes accede a la educación superior. En contraste, más de tres cuartas partes de los adultos que residen en hogares acomodados han completado su cuarto medio, 6 de cada 10 niños reciben educación preescolar y casi 7 de cada 10 jóvenes acceden a la educación superior.



Obviamente, los resultados educacionales en ambos grupos son muy distintos y no pueden separarse de la desigualdad de ingresos en nuestra sociedad. En Chile, el 10% más pobre de la población recibe un 1,1% de los ingresos, en comparación con el 42,3% que recibe el decil más rico, vale decir, una brecha de casi 40 veces que nos ubica entre los 12 países con peor distribución del ingreso en el mundo, sólo superados por un conjunto de países africanos y centroamericanos extremadamente pobres.



Precisamente, bajo este contexto, en los últimos diez años, el 10% más pobre elevó su escolaridad de 7 a 7,4 años, en cambio el decil más rico consiguió 1,2 años más de escolaridad promedio y llegó a 14,1 años. Es decir, si bien todas las personas mejoran sus estándares educacionales, la brecha se amplía aún más. De hecho, Chile gasta un 7,2% del PIB en educación, uno de los porcentajes más altos en el mundo, de los cuales un 43% corresponde al aporte privado que atiende sólo al 10% del total de alumnos matriculados.



Según el Informe PISA, las principales diferencias en capacidad de lectura en Chile se producen entre colegios y no al interior de ellos. Esto coincide con los resultados de la prueba SIMCE, que presentó una brecha de 120 puntos entre los colegios de Las Condes y Cerro Navia. No hay que confundirse, el problema radica en que buena parte de los estudiantes proviene de hogares en los cuales no se respira un clima favorable en materia educacional, en donde los padres poseen una bajo nivel de escolaridad y consiguen empleos con salarios que no alcanzan muchas veces los $100.000. Además, asisten a establecimientos en donde la mayoría de sus compañeros están en la misma condición, agudizando el círculo vicioso. Esta es la realidad que explica más del 50% del rendimiento de los alumnos y, sin embargo, no recibe la atención de las autoridades, quienes sólo se concentran en lograr efectividad y eficiencia en la sala de clases.



El gran problema es que no existe ninguna nación con altos niveles de desigualdad que haya alcanzado buenos resultados educacionales. La solución más realista pasa por resolver la pésima distribución del ingreso que afecta a la sociedad chilena.



* Director ejecutivo de Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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