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La campaña antidivorcio y su efecto silenciador

Los católicos pueden seguir siéndolo pero no a costa de la ley. La ley debe tratar a todos con igual respeto y consideración y no está llamada a sancionar una determinada concepción de cómo debe vivirse una vida virtuosa.


En las líneas que siguen voy a sopesar la conveniencia de que se exhiban campañas proselitistas políticas a través de la televisión, como es el caso de la campaña antidivorcista promovida por la Iglesia Católica.



Ni lo de político ni lo de proselitista tienen en estas líneas nada de peyorativo. Tal campaña es política, pues intenta persuadir a los ciudadanos de que una determinada meta o logro social es deseable o beneficioso, y proselitista, pues intenta ganar prosélitos para esa causa.



Se trata de influir en la decisión de los parlamentarios a través de la presión que puedan ejercer, eventualmente, sus electores. Semejante presión es benigna pues no se trata de una ilegítima, aquella que intenta arrancar una decisión a espaldas de los ciudadanos, sino que aquí es el genuino soberano, el pueblo, quien transmitiría «directamente» a sus mandatarios su voluntad. En otras palabras, no habría presión en verdad sino democracia en el sentido más excelso de la palabra.



Así un partidario declaraba, perdonen lo procaz de la cita, «que la Iglesia está en todo su derecho de poner toda la carne al asador», ofreciendo así, quizás sin saberlo, los dos argumentos más fuertes a favor de la exhibición de la campaña de marras. A saber: el derecho de un sector, en ejercicio de su libertad de expresión, de exteriorizarla y la conveniencia, desde el punto del autogobierno democrático, de que todas las ideas y argumentos sean voceados para que como ciudadanos libres e iguales, tomemos una decisión racionalmente motivada.



Algunos católicos, de hecho acusan sentirse acorralados por la intolerancia de los sectores liberales que, enquistados en el gobierno, no les permiten ni siquiera expresarse y defender de sus ideales. Tales cargos son dignos de ser tomados en cuenta, pues cuando un ciudadano dice que Leviatán está pisoteando sus derechos, la teoría política nos sugiere con sabiduría que la suspicacia debe recaer sobre el Estado, y por eso voy a analizarlos cuidadosamente en estas líneas.



En síntesis, voy a defender en lo que sigue la inconveniencia de que campañas de proselitismo político sean exhibidas por televisión. Al hacerlo, voy a sugerir que la proscripción de tales campañas viene exigida por una correcta interpretación de la libertad de expresión y que, por ende, la intolerancia que se reclama es sólo un espejismo.



Pues bien, volvamos a Leviatán. La teoría de la democracia concibe a los derechos como inmunidades de los ciudadanos frente al Estado, la garantía de que Leviatán no les aplastará con su gran cola, inadvertidamente, o por puro capricho. Por eso, en materia de derechos fundamentales las sospechas recaen en el Estado, el que puesto a recortar o suprimir garantías básicas de sus ciudadanos debe probar que los motivos que esgrime son legítimos y que su proceder no es arbitrario.



Esta aproximación ha sido decisiva en materia de libertad de expresión. Aquí la suspicacia hacia el Estado debe radicalizarse por cuanto dicha libertad es pilar fundamental de la democracia. Como indicó Milton primero (1644), y John Stuart Mill dos siglos más tarde (1859), la libre expresión de las ideas permite avanzar en el conocimiento de la verdad en el mercado libre de las ideas y hace posible la democracia representativa y el autogobierno.



La libertad de expresión adquiere, así, un carácter supernumerario frente al resto de las garantías fundamentales, pues si el Estado suprime arbitrariamente la vida, la libertad o la propiedad de un ciudadano, sólo lo afecta a él y a sus cercanos. En cambio, sofocar la expresión de ideas y opiniones afecta a la sociedad en su conjunto, pues al hurtarnos el conocimiento de ellas se empobrece nuestra capacidad de decisión, y nuestras chances de alcanzar una decisión correcta. En breve, se degrada el ideal de ciudadanía según el cual de ser súbditos gobernados por un soberano más allá de nuestra voluntad nos tornamos nosotros en soberanos, gobernados por nuestra propia voluntad encarnada en la ley. Así, al sofocarse la expresión de ideas nos volvemos un poco menos ciudadanos, menos libres y menos autónomos.



La expresión «libre mercado de las ideas» que, en la retórica de Mill, hace las veces de un campo de batalla en que las opiniones se baten a duelo, ha tenido un alcance decisivo en la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Durante mucho tiempo la posición dominante allí fue que al igual que cualquier otro mercado lo más saludable era evitar al máximo las intervenciones estatales, dejando el mercado de las ideas librado a su propia autorregulación. Esto era expresión de la convicción de Milton y Mill de que los males de la libertad de expresión se curaban con más expresión y no con menos.



Sin embargo, ninguno de los dos podía anticipar que la evolución del mundo moderno podía tornar inservible esta aproximación economicista de laissez-faire. Así como en los mercados de mercancías y servicios pueden darse imperfecciones que amenazan con enturbiar su normal funcionamiento y que obligan al Estado a intervenir a través de regulaciones, en el pretendido mercado libre de las ideas también se dan anomalías que obligarían al Estado a intervenir a objeto de que las voces de todos, y no solo la de unos pocos, sean oídas.



Hay expresiones, se dice, que por su naturaleza, por la forma o poder de quien las dice son capaces de silenciar las voces de otros. Así, los discursos de odio racial proyectan una imagen despectiva de las minorías raciales que les empujan, subrepticiamente, a internalizar una imagen de su propia inferioridad transformándose en el más potente instrumento de su opresión, pues aún cuando muchos de los obstáculos objetivos de su desarrollo sean removidos, tal imagen despectiva les impide tomar ventaja de las nuevas oportunidades.



Lo que un negro o un mapuche puedan decir viene devaluado de antemano por causa de opiniones que tachan o anulan al emisor desde la partida. De igual modo, algunos sectores feministas ven en la pornografía un modo de silenciamiento de las mujeres. A nadie va importar lo que una mujer puede decir si su estatus y dignidad de ser humano son degradados a manos de la pornografía que la transforma en un objeto para el deseo de otros, los hombres, que sí conservan su estatus de ser humano.



La regulación de tales expresiones viene exigida, entonces, por causa de la libertad de expresión y no al contrario. La regulación permite que todas las voces sean escuchadas y no sólo las que por su poder o posición cultural o social suenan más fuerte.



En la misma lógica se ha argumentado que el gasto electoral debe ser restringido o de lo contrario sólo escucharemos aquellas posiciones políticas auspiciadas por los más ricos.



Si esto ocurre muchos se verán silenciados, se nos habrá hurtado el conocimiento de sus ideas y opiniones empobreciendo el panorama político y afectando así la posibilidad de autogobierno democrático. El dinero, entonces, es capaz de amplificar las ideas de unos en detrimento de otros.



En la actualidad, en que la plaza pública ha tomado la forma de medios electrónicos de comunicación que son, a un tiempo, una industria cultural e informativa, el dinero puede representar una valla insalvable para el acceso de grandes porciones de la población que no se ve a sí misma reflejada en semejante espejo. Volviendo a nuestra cita ramplona, estaríamos lejos de tener toda la carne disponible en el asador.



En el caso chileno, una forma de regulación del gasto electoral ha sido la prohibición expresa de poner avisaje proselitista pagado en televisión. Como es sabido, la publicidad política es gratuita y confinada, exclusivamente a épocas de campaña electoral según las reglas de asignación de ANATEL. Una forma perversa de difuminar estas restricciones es comprar publicidad bajo el pretexto de que se hace con fines no políticos o por parte de asociaciones que no son partidos políticos.



Esta formula, que ha sido ampliamente usada en Estados Unidos, permite circunvalar la ley a través de la constitución de innumerables corporaciones sin fines de lucro, los «grupos de interés», cuyo objetivo declarado no es apoyar explícitamente a un candidato o a un partido pero que definen como objetivos perseguidos, «casualmente», la prosecución de metas que forman parte esencial de la agenda de un candidato o partido determinado.



En Chile, la Iglesia Católica ha actuado en política de modo más bien indirecto, es decir, a través de los partidos que le han sido afines. Siempre ha usado sus canales propios de expresión, pero cuando ha querido influir en la decisión sobre una política pública discutida en el Congreso, o su implementación por parte del ejecutivo, lo ha hecho a través de los partidos o representantes políticos afines.



Puesto que una campaña televisiva de corte político está confinada a periodos electorales, lo que no incluye la votación de determinado proyecto en el Congreso, la Iglesia no habría tenido chance de una campaña semejante auspiciada por un partido amigo. La jugada es muy lúcida y parece no sólo inocua, sino que aparece vestida de una aparente legitimidad: el derecho de expresar su posición. Pero es altamente inconveniente según vengo analizando. Abre la puerta para que cualquier grupo de interés pueda, en el futuro, promover sus posiciones por este medio. Pero como ya hemos visto no cualquier grupo, sino sólo aquellos que tengan dinero para poder costearlo.



Es irrelevante en este caso que la Iglesia no pague los avisos, lo relevante, siendo la televisión un negocio, es que alguien tiene que asumir los costos, en este caso los canales adheridos estarían subsidiando una visión política determinada y no a todas las visiones en competencia, por igual. Con ello tendremos dos efectos perniciosos: empobreceremos el mercado de las ideas y abriremos la puerta a la manipulación mañosa de la política a través de un proselitismo oblicuo que al igual que en otras latitudes omite nombres de candidatos y partidos, pero usando su misma retórica, sus mismos colores e incluso sus mismos voceros y aparatos de campaña.



Dos cosas que nublan la percepción de este asunto son, por una parte, la convicción de que la Iglesia no defiende ni persigue fines políticos, sino sólo doctrinales suyos y, por otra, la reluctancia a considerar a la Iglesia como un simple grupo de interés. Ambos son matices de un mismo fenómeno: una imperfecta separación de Iglesia y Estado.



En un adecuado proceso de separación entre ambos, el Estado debe asumir una posición de neutralidad ante las distintas visiones morales, políticas y religiosas de sus ciudadanos, cuidándose de abanderizarse por las posiciones de unos en detrimento de otros. Por tanto, como ocurre en todas las constituciones políticas modernas, el Estado debe garantizar un derecho igual a la libertad de conciencia y de culto. Si esto es así, las concepciones resultantes del libre ejercicio de la razón deben ser tratadas por el Estado con igual respeto y consideración.



Sancionada una efectiva separación, las concepciones de la Iglesia quedarían puestas al lado, ni por encima ni por debajo, de cualquier otra. Y, por ende, la Iglesia devendría en un grupo de interés más, con una importante tradición e influencia, pero esencialmente igual que otras iglesias y grupos, como los que promueven la cientología, la preservación de las ballenas, o el contacto con seres extraterrestres.



Quien niega esto, niega una genuina separación de Iglesia y Estado, otorgándole una consideración especial a una visión por sobre las restantes. Eso es lo que hace la propia Corte Suprema en el caso de la Ultima Tentación de Cristo, cuando concluye que nuestra Constitución nos fuerza a otorgar una protección especial al catolicismo como parte esencial de nuestra cultura y tradición nacional.



El Estado en este proyecto de divorcio, al igual que antes en la ley de matrimonio civil, asume una posición de neutralidad definiendo un mínimo susceptible de ser cumplido por cualquiera, con independencia de su particular punto de vista y por lo mismo compatible con cualquier credo o visión comprehensiva de la realidad.



No es cierto, como se ha dicho, que esta ley impide vivir según el credo católico. Lo que esta ley hace es alcanzar el ideal de la neutralidad, purgándose de toda adherencia particular que resulte ofensiva o incompatible con otras visiones no católicas de la realidad.



Los católicos pueden seguir siéndolo pero no a costa de la ley. La ley debe tratar a todos con igual respeto y consideración y no está llamada a sancionar una determinada concepción de cómo debe vivirse una vida virtuosa.



Los católicos podrán persistir en su visión sobre lo bueno pero no al precio de sacrificar la concepción de los no católicos. Lo que contribuye a la equivoca impresión de que la Iglesia sólo defiende una posición doctrinal, es decir el derecho de los católicos de seguir siéndolo, son aquellos aspectos no neutrales de nuestra ley civil, lo católico en ella, que debe eliminarse para alcanzar un espacio de neutralidad en el que toda concepción puede convivir en igualdad de condiciones.



Si queremos toda la carne en el asador, entonces replanteemos las normas sobre franja política y abrámonos al financiamiento público de la expresión de todas las visiones en competencia de modo que tengamos acceso a todas las concepciones relevantes. Sería interesante pensar que otras posiciones deberían estar reflejadas en semejante franja.





* Abogado, Master en Derecho de la Universidad de
Wisconsin-Madison. Profesor de la Escuela de Derecho de la UDP
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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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